América Latina ¿Entre la Integración y la Polarización?: Un Falso Dilema

Autores

  • Prof. Roberto Russell

Resumo

Introducción

A fines de los cincuenta, el escritor argentino Jorge Abelardo Ramos comenzaba su libro Revolución y contrarrevolución en la Argentina con las siguientes palabras: “Somos un país porque no pudimos integrar una nación y fuimos argentinos porque fracasamos en ser americanos. Aquí se encierra todo nuestro drama y la clave de la revolución que vendrá…La Nación, que hasta 1810 era el conjunto de América hispana, y en cierto sentido, también España, se disgrega en una polvareda difusa de pequeños estados… En el siglo que presencia el movimiento de las nacionalidades, la América indo-ibérica pierde su unidad nacional. En nuestros días se festeja dicha tragedia: esta monstruosidad no hace sino iluminar sombríamente la pérdida de la conciencia nacional latinoamericana. Recobrarla por un acto de reposesión de nuestro pasado histórico, será el primer paso de nuestra revolución…” (Ramos, 1957:13-14). El texto suena más como bandera de lucha que como verdad histórica; sin embargo, el argumento fue tomado a pie juntillas por varias generaciones de latinoamericanos, en particular en los años setenta del siglo pasado. La idea de América Latina como una región unida y luego fragmentada por los imperios, las oligarquías nativas, los militares, los nacionalistas, los conservadores o los liberales es un mito fuertemente arraigado en la región, que ha logrado instalarse de nuevo en la mente de mucha gente. 

Otra literatura, tan profusa como la anterior, presenta en un sentido opuesto a la desunión latinoamericana como un problema de origen. Con motivo de la celebración del Bicentenario en varios países de la región, el escritor chileno Carlos Franz escribió lo siguiente: “América Latina entra en su tercer siglo más invocada que vista, más virtual que real, más literaria que literal. No en balde, la narrativa es uno de los pocos sitios en los que América Latina llegó a existir como imagen conjunta. Nuestros bicentenarios conmemoran, sobre todo, doscientos años de soledad” (Franz, 2010: 19). Este texto, como tantos otros, remite a la idea de América Latina como una mera geografía, a una región formada por varias subregiones, a un continente con realidades diversas, a la desunión como una condición histórica inicial que se transforma con el tiempo en un aspecto estructural. Esta visión de América Latina también se ha reforzado en la última década con el fin de la homogeneidad “rara” de los noventa –más propia del acomodamiento de un área periférica a las realidades internacionales de la inmediata posguerra fría que de nuevas condiciones endógenas- y, en particular, con la aparición de fuerzas políticas y sociales muy críticas de las ideas liberales que reinaron en aquellos años.

Sepultados el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en su versión continental y el Consenso de Washington, cuestionada en muchos lugares la democracia liberal, avivados viejos y nuevos conflictos entre países y profundizadas las brechas sociales la mentada mayor homogeneidad de los noventa dio paso a la noción de “creciente heterogeneidad” de los 2000. Las dificultades de los procesos de integración también alentaron la idea de que América Latina tendía más a acentuar sus divisiones que a construir un proyecto político y económico común, incluso a escala subregional. Alianzas que habían sido definidas como estratégicas –el caso más notorio, fue la formada por la Argentina y Brasil- no mostraron en los hechos tal carácter. La relación bilateral careció de las formas de cooperación estrechas, la confianza mutua, la colaboración prolongada y la comunidad de intereses propias de toda alianza. Así, la idea de heterogeneidad de la región, el fracaso de la integración y la amenaza de polarización signaron la forma predominante de acercarse a los temas de América Latina en la década de 2000. Más aún, la oposición integración/polarización se convirtió en el recurso heurístico principal para abordar las relaciones entre países o grupos de países en la región. Cientos de artículos y numerosas reuniones académicas que han convocado a reflexionar sobre el futuro de la región a partir de estas opciones polares son la evidencia más clara de que el asunto no es banal y que expresa dilemas o dicotomías que están en el ambiente de nuestro tiempo. La espiral de conflictos entre Colombia y Venezuela, sus diferentes modelos de política interna y estrategias opuestas de política exterior se han citado hasta el cansancio como la mejor muestra de la diversidad y polarización regional.

Debo confesar de entrada que no me siento cómodo frente a preguntas del tipo América Latina ¿integrada o fragmentada? o ¿dónde está y hacia dónde va América Latina en materia de relaciones intrarregionales? Nos colocan frente a un universo demasiado agregado en el que es fácil despistarse o terminar diciendo trivialidades. Más aún, me cuesta pensar que alguien pueda plantearse seriamente contestarlas. Sí creo entender o, al menos, vislumbrar el rumbo internacional de algunos de sus países, al igual que ignoro el de otros, por ejemplo, el de mi propio país, la Argentina. Así como tengo numerosas dudas sobre el futuro de la región, creo tener algunas certezas directamente referidas a las oposiciones polares en boga y, en consecuencia, las expongo de una vez: los caminos que transita la región no van en dirección de la integración ni de la polarización. Ni una ni otra han de ser los procesos dominantes en los próximos años, otros procesos de afuera y de adentro definirán el carácter de los vínculos intrarregionales. No sé muy bien como lo harán, pero hasta aquí me atrevo a llegar.

Si estoy en lo cierto, tampoco vale, como suele hacerse, enlazar a la integración y la polarización con una conjunción disyuntiva, presentando a ambos procesos como alternativas opuestas, al estilo “unidos o dominados”, “liberación o dependencia”. Se trata, como éstas, de una oposición falsa y reduccionista y, además, sin ninguna clase de appeal: integración o polarización no vibra como un buen slogan para sacar una muchedumbre a la calle. Advierto finalmente que nada hay en este artículo de carácter normativo. Mi propósito se limita a comentar el alcance de los dos procesos identificados en el título del trabajo como así también a señalar otros fenómenos que considero más relevantes para pensar el futuro de las relaciones intrarregionales. 

I. La integración: ¿de qué estamos hablando?

Una primera aclaración se impone en este punto. Digo que América Latina “no se integrará” si entendemos la integración como un proceso de ahondamiento de las opciones de integración subregional por las que optaron en su momento los países de la región teniendo como espejo a la Unión Europea. El rumbo seguido por América Latina en las dos últimas décadas en materia de integración es un libro abierto sobre las dificultades de procesos relativamente exitosos que terminan empantanados –la Comunidad Andina de Naciones (CAN)- y de otros que han experimentado sucesivas situaciones de crisis, retrocesos y fugas hacia delante que ponen seriamente en duda su realización como una unión aduanera –el caso del Mercosur-. A estas alturas del partido, sabemos que no hay un solo texto para la integración y que ella puede incluso frustrarse. América Latina o algunas subregiones dentro de ella tampoco reunirán en los años venideros los atributos que desde ópticas más políticas se identifican como constitutivos de un bloque integrado de países: la posibilidad de actuar en equipo y la formación una “comunidad pluralista de seguridad” en el marco de una cultura de amistad (Wendt, 1999: 297/307).

Es fundamental hacer esta puntualización porque el término integración se usa de modo frecuente para referirse a procesos de naturaleza bien diferente. Por ejemplo, a la “integración hemisférica” mediante la constitución del ALCA (un proyecto que se frustró en la Octava Reunión Ministerial de Comercio celebrada en Miami en el mes de noviembre de 2003 y que no tiene posibilidades de resucitar con un alcance interamericano) y, en sus antípodas, a la “integración de los pueblos” como promesa de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA). 2

La parálisis de los procesos de integración subregionales influyó en la utilización del término integración para referirse a vínculos políticos y militares, a lazos culturales y entre actores de la sociedad civil, a políticas sociales, a proyectos para la construcción de obras de infraestructura y de energía entre países. Así, toda vinculación transfronteriza entró en esta amplia y difusa categoría de la integración. Solo faltó poner bajo el rótulo de la integración latinoamericana a las redes transnacionales del crimen organizado y el narcotráfico, esto es, al lado oscuro de la luna en materia de relaciones intrarregionales. 

En principio, no es incorrecto extender el concepto integración a gran parte de los procesos que menciono; el problema es que esta práctica habitual se convierta –como de hecho sucede- en un recurso para disimular o velar reveses al tiempo que la llama de la idea original de integración se mantiene viva a la manera de un rito. La ceremonia se celebra con frecuencia irregular pero el oficio siempre convoca a relanzar procesos cada vez más alejados de las metas fijadas y de las expectativas creadas en el momento de su fundación. No es mi propósito explayarme sobre los factores que dan cuenta de este fenómeno: vacío o incompatibilidad de objetivos estratégicos, exceso de nacionalismo, déficit de liderazgo, fuertes asimetrías entre los socios, falta de voluntad política para cumplir los compromisos asumidos, ausencia de mecanismos de trade off que generen incentivos para una cooperación estable, adopción de medidas de política comercial unilaterales, estrategias diversas y aun divergentes de inserción internacional, fracturas y conflictos políticos, factores externos a la región que operan como fuerzas centrífugas. La literatura especializada los ha tratado de manera extensa y convincente. Sí me importa señalar su impacto negativo sobre el resultado y las perspectivas de los procesos de integración regional, cuyo principal objetivo de origen fue la integración económica de los países el área, independientemente de la retórica más o menos colorida que siempre ha acompañado a esta empresa. Como concluyen Bouzas, da Motta Veiga y Rios: “De hecho, la “pérdida de foco” ha sido una característica reiterada de los procesos de integración en América del Sur, lo que ha contribuido a hacerlos crecientemente irrelevantes desde el punto de vista económico. Si la integración regional es concebida como un instrumento para promover los proyectos nacionales de desarrollo, un criterio fundamental para la construcción de la agenda debería ser la identificación del aporte que la integración económica puede hacer y de los instrumentos concretos para hacerla efectiva” (Bouzas, da Motta Veida y Ríos, 2008: 340/1).

En los hechos, se ha seguido el camino inverso y los temas económicos quedaron en la trastienda para no obstaculizar la “nueva” agenda de la integración de América Latina, mucho más ambiciosa y extensa que la “vieja”. Ella incluye, entre otros temas, la “interconectividad”, la cultura, la ciencia y la tecnología, el vínculo entre los “pueblos”, la cooperación en temas de seguridad y de defensa, la búsqueda de acuerdos y la coordinación de políticas para resolver problemas o crisis regionales. Esta manifiesta alteración de las jerarquías en los temas de la agenda, como ha sucedido en los últimos años, es la mejor muestra de las penurias y tropiezos de la integración realmente existente en América Latina. Además, integración, cooperación y concertación se pusieron en una misma bolsa como si fueran conceptos similares. En medio de esta confusión bastante generalizada, la única expresión reciente de un avance meritorio en materia de integración regional fue la firma del demorado Código Aduanero del Mercosur, la eliminación del doble cobro de arancel y la distribución de la renta aduanera durante la 39 Cumbre del bloque, realizada de San Juan, Argentina, a principios de agosto de 2010. Por cierto, todas estas decisiones deben completar el ciclo de su aprobación en cada país miembro. Como advierte acertadamente Félix Peña, hay que tener en cuenta que el Mercosur tiene varios “cadáveres legales”, por ejemplo, importantes acuerdos en materia de defensa de la competencia y de tratamiento a las inversiones que no pudieron atravesar exitosamente ese ciclo. También advierte que el propio Código Aduanero ya había sido aprobado en 1994 en una versión anterior (Peña, 2010: 2) Retomo el tema de la integración más adelante.

II. Ahora la polarización

Digo en segundo lugar que América Latina “no se polarizará” si entendemos por polarización un acrecentamiento de las diferencias políticas y económicas existentes que lleve a la división en partes o direcciones contrarias entre los países de la región. No se trata de negar las diferencias, que existen y son importantes. El error frecuente en los análisis de moda es el de exagerarlas, por ignorancia o interés, o el de presentarlas en forma simplista e ideologizada, como cuando se habla ligeramente de buena y mala izquierda (Castañeda, 2006). Mi punto es que estas diferencias no concluirán en la polarización de América Latina, entendida la idea como lo acabo de hacer, esto es, como una región conformada por polos opuestos y enfrentados. Los problemas y conflictos están a la orden del día, pero también pesan numerosas fuerzas de moderación, históricas y nuevas. Además, estos conflictos y problemas no son necesariamente una consecuencia de las diferencias políticas, a veces lo son de las similitudes políticas. 

No se me escapa que la idea de polarización se estructura en torno a otra noción, de fuerte presencia en la región y con la que se establece una dudosa correlación: la así referida “mayor heterogeneidad de América Latina”. Una frase repetida por puro hábito y que por lo general se reduce solo a este enunciado, sin que se aclare, por consiguiente, cual es la circunstancia anterior en la que la región habría sido más homogénea. La idea solo puede aceptarse si hace referencia a la homogeneidad de los noventa –que es la que en general se observa para hacer comparaciones con la década actual- en la que tuvo mucho que ver el fin de la Guerra Fría y la victoria de Estados Unidos en ese conflicto. También podría aceptarse si se hace referencia a que los “diferentes” -antes bien, yo diría, los “históricamente relegados”- no solo son más visibles desde el punto de vista político sino que también gobiernan algunos países. Fuera de esto, la noción de mayor heterogeneidad no es más que una muletilla. ¿Cuándo fue América Latina homogénea política y económicamente? ¿Acaso cuando convivieron en la década de 1910 revoluciones como la mexicana, dictaduras tradicionales, repúblicas bananeras y democracias que ampliaban la participación popular? Y en los años setenta ¿qué homogeneidad mostraron las dictaduras militares del Cono Sur con regímenes políticos como los de Costa Rica, Colombia y Venezuela o el de México, bajo los gobiernos del PRI? ¿Qué años o qué década pueden citarse como ejemplo de homogeneidad? Siempre se apela, pero como excepción a la regla, a la fugaz homogeneidad relativa de principios de los sesenta que posibilitó anudar con Washington la Alianza para el Progreso en respuesta a la “heterogénea” Cuba. Por otra parte, ¿Cuándo tuvo América Latina un proyecto político estratégico regional o actuó con una sola voz? El Consenso de Viña del Mar del año 1969 y el Grupo de Contadora junto a su Grupo de Apoyo en los años ochenta suelen citarse más como casos singulares que como muestra de la capacidad de la región para la acción colectiva. América Latina en su totalidad o segmentos de ella como región unida y relevante en el mundo ha sido hasta aquí una aspiración de buena parte de los latinoamericanos, una idea movilizadora cuyo tiempo está por verse si alguna vez llegará.

La diversidad política, económica, geográfica, cultural y social de América Latina salta a la vista y, en consecuencia, no es materia de discusión; más aun, su variedad es, en muchos aspectos, un capital extraordinario. La región fue, es y será heterogénea, aunque probablemente menos que muchas otras áreas del mundo. ¿Qué es entonces lo que hoy inquieta o da pie al debate cuando se habla de heterogeneidad? Claramente, dos cosas: el vínculo entre heterogeneidad y polarización y, en una versión más atenuada, entre heterogeneidad y fragmentación. La heterogeneidad varía de condición a problema para que América Latina o partes de ella se unan, se integren, cooperen, se expresen al unísono. En el primer caso, la polarización sería, en lo fundamental, la consecuencia esperable de las diferencias políticas e ideológicas que hay en América Latina. En el segundo caso, la fragmentación sería el producto de una gama de factores más complejos, aunque las variables políticas también ocupan un lugar de relevancia en el análisis.

El asunto que tenemos entre manos es resbaladizo y requiere algunas aclaraciones. Primero, estimo altamente improbable que las diferencias políticas existentes terminen dividiendo a la región en partes (de nuevo, los polos) que se aíslen o se enfrenten. No hay evidencia empírica para sustentar esta tesis. Las fuerzas políticas con mayores credenciales para polarizar a la región serían las distintas corrientes que integran o se consideran cercanas al “socialismo del siglo XXI”. Pongo el acento en estas fuerzas porque son las que más se mencionan como principal fuente de “polarización” y porque la “izquierda buena” hace rato que aprobó el examen en la asignatura “no polarización”. La acción “polarizadora” de la derecha liberal en América Latina tiene un viejo linaje y es un argumento clásico de los sectores nacionalistas tanto de derecha como de izquierda, tan usado como el de la obra “balcanizadora” de los imperios en la región. 3

Los “albistas” tienen mucho en común, constituyen en buena medida una alianza y aparecen a primera vista como lo más cercano a un bloque en América Latina y el Caribe. No debe subestimarse su capacidad de reunir adeptos, dentro y fuera del espacio que ocupan sus países miembros en una región con profundas cesuras sociales como la nuestra. Pasar de esto a un polo que se separe o enfrente a otro u otros es algo bien improbable. También lo es que una escalada bilateral entre un país bolivariano y otro del ambiguo resto obligue a los demás a partirse en dos bandos. 4

Cuba y Venezuela han establecido en la década de 2000 la alianza más estrecha que existe en América Latina. La Habana la buscó para asegurar la subsistencia del régimen y para obtener beneficios económicos, Caracas consideró a la experiencia revolucionaria de la isla como una fuente de inspiración y de ayuda vital para implantar su propio proyecto revolucionario. Como bien destaca Carlos A. Romero: “La puesta en marcha del ALBA, a fines de 2004, y el tránsito venezolano de una revolución nacionalista hacia una revolución socialista permitieron darle un giro a las relaciones entre a los dos países hacia un plano más regional” (Romero, 2009: 3 y 4). Sin embargo, es poco probable que la epopeya revolucionaria que promueven se expanda y asiente mucho más allá de su alcance actual. El libreto bolivariano se opone a la mayor parte de las ideas en materia de democracia, desarrollo económico, defensa y política exterior que prevalecen en la región. También es visto en muchas capitales como una forma indebida de injerencia en asuntos internos o en proyectos subregionales acuñados con anterioridad. La salida de Venezuela de la CAN para acceder con anhelos fundacionales a un “nuevo Mercosur” encontró una rápida respuesta por parte del canciller de Brasil; Celso Amorín: “No es el Mercosur el que tiene que adaptarse a Venezuela, sino Venezuela la que tiene que adaptarse al Mercosusr”. Es asimismo poco probable que los miembros del ALBA sean capaces de unirse en torno a un proyecto colectivo en condiciones de realizarse. Encuentran resistencia en sus propios países, aunque de diferente magnitud, y dentro y fuera de la región. Sus “aliados” externos son pocos y con fuertes límites, ningún actor extrarregional (salvo Irán) procura alianzas “agresivas” en la región que aviven el fuego de la discordia o que hostiguen a Estados Unidos. 

En consecuencia, la posibilidad de que las fuerzas que impulsan el ALBA logren construir un “nuevo mapa geopolítico” en la región, como suele ponerlo Hugo Chávez, y que a este mapa se oponga un “eje” de la derecha es a mi juicio remota. Que estas mismas fuerzas sean al mismo tiempo una fuente de polarización doméstica es discutible, ya que la evidencia empírica es contrastante. Chavistas y opositores pueden terminar ahondando gravemente las fracturas políticas en Venezuela. Por su parte, “polarizadores” como Evo Morales y Rafael Correa se han mostrado capaces de brindar estabilidad política a dos países signados por la debilidad y fragilidad de los gobiernos y por crisis institucionales crónicas, enfrentando fuerzas de fragmentación internas, sobre todo en Bolivia.

En su gran mayoría, las distintas expresiones de la derecha latinoamericana tampoco cuentan con condiciones o se proponen la formación de un bloque activo que confronte a los albistas o a otras formas de la izquierda en la región. Los gobiernos de derecha no han cerrado filas con la Colombia de Uribe en sus conflictos con la Venezuela de Chávez ni los gobiernos de izquierda han corrido en apoyo de este último, más allá de sus declaraciones de solidaridad con Caracas y sus críticas al Uribismo y a Washington. Si bien apunta a contrarrestar la iniciativa del ALBA, el principal objetivo del “Acuerdo del Pacífico” impulsado por Alan García en 2006, es el de ampliar el comercio y las inversiones de los países que lo integran con las naciones de Asia-Pacífico. En breve, las intenciones de los actores, en su gran mayoría, no van en sentido de la polarización. Tampoco ella sería el resultado no querido de la competencia entre las fuerzas políticas y sociales que más gravitan en América Latina o de factores que podrían operar en ese sentido desde el exterior. Estados Unidos, siempre el primer imputado en la asignatura “divide y reinarás”, no parece estar particularmente ocupado en agrietar la región. Los intereses y energías de Washington vis-a-vis su vecinos del sur están más puestos en los problemas transnacionales que le llegan de América Latina (crimen organizado, narcotráfico, migraciones ilegales), en los que Estados Unidos es claramente co-responsable, que en derrotar la causa de los bolivarianos y de otros movimientos afines.

Cabe recordar que en los setenta se señalaba a la geografía, al tipo de vínculo establecido con los Estados Unidos y al grado de diversificación de las relaciones exteriores como las causas principales de la separación “irremediable” entre la América Latina del Norte y la del Sur. Es correcto situar a esta idea como la primera versión fuerte de una forma de polarización regional al norte y sur del Canal de Panamá, una visión que perdura hasta hoy por razones fáciles de entender: las “dos” Américas Latina viven realidades diferentes y sus vínculos con Estados Unidos tienen distinto carácter e importancia relativa. México, el Estado más importante de la América Latina del Norte, concentra el 90% de su comercio exterior con Estados Unidos de donde proviene el 90% de las inversiones y del turismo que llegan al país. Como se ha dicho tantas veces, México tiene su corazón en América Latina pero su cabeza y cartera en Estados Unidos, un dilema que también viven la mayoría de los países de América Central y el Caribe.

La idea de la separación de América Latina en dos partes diferenciadas es una construcción intelectual valiosa para explicar un proceso que debe atenderse cuidadosamente en todo análisis de las relaciones interamericanas e intrarregionales. Sin embargo, cuando se toma esta lectura al pie de la letra se corre el riesgo de no captar otros fenómenos que nos permiten plantear algunos interrogantes sobre la profundidad, límites geográficos, magnitud y evolución probable de esta “fractura”. La América Latina del Norte estrechará cada vez más sus lazos con Estados Unidos al tiempo que establecerá nuevas formas de relación con la del Sur. Estos dos procesos, a pesar de la incuestionable menor relevancia del segundo, ponen en entredicho las visiones que apuestan a una separación creciente de la brecha entre el norte y el sur de América Latina. Me valgo de algunos ejemplos muy a la mano para sostener mis dudas. La Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) está integrada por países de las dos Américas Latinas –Bolivia, Ecuador y Venezuela por la del Sur y Antigua y Barbuda, Cuba, Dominica, Nicaragua y San Vicente y Granadinas por la del Norte-. La estrecha alianza entre Bogotá y Washington parece situar a Colombia en la América Latina del Norte o, dicho de otro modo, parece ampliar la frontera austral de esta subregión introduciendo una cuña importantísima en el territorio disminuido, por consiguiente, de la América Latina del Sur. Los países del Cono Sur juegan un papel de primer orden en la operación de mantenimiento de la paz en Haití, conocida como MINUSTAH. También lo jugaron, sobre todo la Argentina y Brasil, en la crisis de Honduras tras el golpe de estado contra Zelaya; luego de la elección de Porfirio Lobo, las posiciones a favor y en contra del reconocimiento del nuevo gobierno salvadoreño no obedecieron al clivaje geográfico norte-sur que dividiría a las dos Américas Latinas. El comercio entre los países que componen el Mercosur se retrajo a mediados de los 2000 mientras aumentaba la importancia de México como mercado de destino para las exportaciones sudamericanas, especialmente para la Argentina, Brasil, Colombia, Chile y Uruguay. Las inversiones mexicanas han crecido notablemente en los últimos veinte años en Venezuela, Brasil, la Argentina, Chile, Colombia, Ecuador y Perú. La “complementariedad natural” entre México y Colombia en el combate al crimen organizado y el narcotráfico ha llevado a los dos países a buscar nuevas formas de cooperación en este campo. México y Chile han forjado un estrecho vínculo a partir de enfoques e intereses comunes en el plano bilateral, al igual que en el regional y global. Los dos países unieron fuerzas en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para oponerse a la decisión del gobierno de George W. Bush de invadir militarmente a Irak en 2003. Por último, los gobiernos de México y Brasil acordaron en febrero de 2010 iniciar un proceso de trabajo para alcanzar un acuerdo comercial amplio y estratégico entre los dos países. Todo esto sin la grandilocuencia que suele acompañar a los anuncios y empeños formales de integración y cooperación regional. 

La noción de polarización en América Latina reapareció en los noventa, la causa esta vez era el proyecto ALCA promovido por Washington y las reacciones favorables y adversas que generaba. Como ya apunté, la iniciativa de alcance hemisférico se fue debilitando para terminar diluyéndose, aunque siguió avanzando mediante la firma de tratados de libre comercio bilaterales o por grupos de países. Es mucho lo que se puede decir sobre este proceso, pero no que su resultado haya sido la polarización de la región entre quienes firmaron y quienes se opusieron. Simplemente, no se conformaron dos bloques (Pacífico y Atlántico, como se los construía), ni siquiera uno. En realidad, este proceso incidió negativamente en la integración subregional, como la entiendo aquí, en especial en la CAN. Puede considerarse un factor de fragmentación pero no de polarización. 


* Ph.D. en Relaciones Internacionales, 
The Paul Nitze School of Advanced International Studies (SAIS), The Johns Hopkins University
Director de la Maestría en Estudios Internacionales, Universidad Torcuato Di Tella
Presidente de la fundación Grupo Vidanta


1. El presente artículo es una versión reducida de un trabajo preparado para el German Institute for International and Security Affair

2. A pesar de la forma teatral en la que Hugo Chávez decretó la muerte del ALCA en la III Cumbre de los Pueblos, una reunión paralela a la IV Cumbre de las Américas de Mar del Plata que tuvo lugar en noviembre de 2005, este proyecto de integración hemisférica había sido herido de muerte en la reunión de Miami citada. En esta oportunidad, el proyecto original, estructurado sobre la base del consenso continental y del “single undertaking”, fue reemplazado por un ALCA-light, de compromisos vagos y pocos profundos.

3. Me refiero aquí al argumento de uso generalizado y no a la actuación de los imperios en la región, que sin duda produjo divisiones y acentuó o alentó varios conflictos entre países.

4. Durante el último pico de tensión entre Colombia-Venezuela, que sucedió a la ruptura de relaciones bilaterales por parte de Hugo Chávez en julio de 2010, los países latinoamericanos, sin distinción de banderas políticas, procuraron moderar el conflicto y no azuzarlo. Néstor Kirchner, en su calidad de Secretario General de la UNASUR, con la ayuda de Lula y de los hermanos Castro, logró que los gobiernos de Bogotá y Caracas restablecieran sus lazos y que se abriera un espacio de diálogo entre las partes.



Bibliografía

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Wendt, Alexander (1999): Social Theory of International Politics. Cambridge: Cambridge University Press.

Publicado

2010-09-23

Edição

Seção

Enfoques