El mínimo denominador común
Resumo
Por alguna razón, Luiz Inácio Lula Da Silva se transformó en años recientes en el parangón de la democracia liberal y del progreso del mundo “emergente”. Esto responde principalmente a dos grandes simpatías.
La primera es hacia Brasil como país. Con cierta periodicidad surgen oleadas de interés y profecías sobre Brasil como un país avasallante, dueño del futuro, instalado en el concierto de la política mundial y en general transformado en un actor de primer nivel. La segunda es una suerte de inversión emocional masiva que ha tenido lugar, tanto en el mundo “subdesarrollado” como en el de los paíes más productivos, en la figura individual de Lula.
No caben dudas de que Brasil está cambiando, y que en los últimos años ha tenido resultados interesantes. Ha acumulado poder: así lo atestiguan sus multimillonarias compras de armamento. Ha generado atracción económica: basta ver una tapa reciente de The Economist, en la cual el Cristo Redentor despega del Corcovado propulsado alegóricamente por la economía brasileña. También ha generado prestigio: Brasil aparece de forma prominente en las negociaciones de la OMC, en las del grupo BRIC y hasta en las de la inocua UNASUR. Incluso ha generado envidia, al enterarse el mundo de los fabulosos hallazgos petroleros en las costas de Brasil, particularmente el yacimiento denominado Tupí.
Sin embargo, no deben transformarse estas tendencias en un espejismo que niegue la realidad. Aunque a la economía brasileña le ha ido bien en los últimos años, su crecimiento ha sido muy moderado. La tasa promedio de aumento anual del PBI para los años 2000-8, que abarca todo el período de “bonanza” y excluye la Gran Recesión, no llega al 4%. Los sacudones del pasado año y medio llegaron a quitarle hasta un 70% del valor a los índices que combinan las acciones de las empresas brasileñas en mercados como el de New York. El Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, que mide indicadores de gran prioridad para el actual gobierno como salud, educación e ingresos, apenas registra una variación de dos puntos desde el año 2000 (cuando no gobernaba Lula), y deja a Brasil todavía abajo de Albania y Libia. Su sistema de tráfico aéreo es una vergüenza mundial.
El país está sumido en una ola de crímenes en sus dos mayores ciudades, São Paulo y Rio de Janeiro. La violencia ha llegado al punto de requerir en numerosas ocasiones intervenciones militares y hasta la aplicación de doctrinas anti-insurgencia, hasta ahora sólo usadas en guerras de alta intensidad como las de Iraq y Afganistán. Brasil figura además en los abismales puestos 105 y 75 respectivamente de los rankings de libertad económica y transparencia en el gobierno. Cuando el régimen de Evo Morales expropió (el término leninista para decir “robó”) gran parte de las propiedades del estado brasileño en Bolivia, un país comparativamente muy débil, Brasil terminó tolerándolo – difícilmente algo que admita una supuesta potencia regional.
Además de esta relativización del boom brasileño, también es necesario reconsiderar la figura de Lula. Su más reciente grosería es la invitación al pretendiente a dictador iraní, Mahmoud Ahmadinejad, con abrazo y toma de las manos incluida. Esta medida responde a un viejo instinto de Lula, que es la inmadura necesidad de demostrarle a los “del norte” que retiene una independencia, una rebeldía y un anti-”imperialismo” con orgullo.
Esto se vio también en sus racistas declaraciones sobre los orígenes de la Gran Recesión (culpa de banqueros “blancos y de ojos azules”), en su apertura de relaciones con el régimen de los Kim en Corea del Norte y su peligrosa colaboración con Manuel Zelaya para intentar un contra-golpe de estado en Honduras. Más aún, la idea de un Lula moderado y de una especie de Papá Noel bonachón y amable no refleja la realidad: el presidente brasileño ha utilizado muy hábilmente el asistencialismo para asegurarse los votos de las legiones que pasan a depender económicamente de su presencia en el estado. Adicionalmente, Lula está rodeado de escándalos de corrupción realmente flagrantes y vergonzosos. Entre estos se incluyen la compra de docenas de legisladores por parte de su Partido dos Trabalhadores, la compra por USD 800.000 (de dudoso origen) de un expedientepara calumniar a un candidato de la oposición, el robo de fondos estatales por un ministro y sus allegados para proyectos fraudulentos y hasta negocios ilegales con casinos del hermano de Lula. Aunque existe un empeño en proteger la figura presidencial, sería demasiada casualidad que prácticamente todas las figuras más importantes que lo rodean estén involucradas en corrupción sin su conocimiento. Esto incluye además de a su hermano a su jefe de gabinete, el presidente de su amado partido y la candidata oficialista a sucederlo.
Si Lula y su Brasil no son entonces nada extraordinarios -sino más bien ordinarios- a nivel mundial, ¿por qué entonces tanta fascinación con ellos? La respuesta la provee muy amablemente un vecino suyo, y es indicadora de lo mal que se encuentra la región.
Se trata de Hugo Chávez, un criminal de carrera que cada vez se acerca más a su tan soñada confrontación abierta con sus enemigos. La última aventura es clásica respecto a su estilo. Por un lado, se entretiene -sabiendo muy bien la reacción que logrará- proclamando públicamente su admiración por los asesinos en masa Idi Amin y Robert Mugabe, además de su compatriota Ilich Ramírez (“Carlos”, el terrorista comunista converso al Islam). Por el otro, anuncia la llegada de cientos de carros blindados rusos y ordena que sus “milicias” privadas, compuestas de ciudadanos, formen parte del personal que los opere.
Esta es la razón por la cual Lula genera simpatía en lugares como América del Norte y Europa. Los parámetros de la dignidad en las Américas se han reducido tanto en los últimos años que aún siendo corrupto, proteccionista, levemente populista y amigo de numerosos dictadores, Lula aparece como un ancla de estabilidad en la región. El hecho de que Brasil haya progresado algo en estos años es a pesar de Lula, y que tenga tanto prestigio no se debe a sus talentos, sino al alivio de observar que Brasil sigue siendo una república democrática liberal y capitalista.
Considérese por ejemplo el tema de la semana, Irán. Está fuera de disputa que el régimen que gobierna ese país es una organización totalitaria, violenta y agresiva. En el ámbito doméstico oprime salvajamente a la mitad de su población, la femenina. Contra ellas se aplica exclusivamente, además de una serie de imposiciones legales y hasta de vestimenta, la pena de muerte por lapidación. Los homosexuales son ahorcados en público. La oposición política, enemiga del fraude electoral y el autoritarismo, fue perseguida, torturada y asesinada este mismo año. Internacionalmente, Irán financia y opera redes terroristas -incluidos dos ataques en Buenos Aires- y promueve abiertamente el antisemitismo. Por si esto fuera poco, desarrolla rápidamente un programa de bombas nucleares y otro de misiles balísticos.
¿Qué pretende Brasil con un gobierno de ese tipo? Lula parece adherir a la escuela según la cual “hablar” con alguien no implica conferirle legitimidad. Eso es cierto sólo en algunos casos, y este no es uno de ellos. Recibir a Ahmadinejad es mucho más que “hablar”. Es reconocer su legitimidad desde el momento en que se le ofrecen guardaespaldas, protocolo, privilegios y honores de estado. Es indicar que el propio Lula, representante de un país libre, tiene el mismo valor como Presidente que un potencial genocida. Darle la mano es sugerir que es una persona o gobernante normal ante el cual puede hablarse en términos de cordialidad, incluso de amistad. Por último, significa que Lula no sólo no siente culpa o vergüenza por su error, sino que se enorgullece de la forma en que frustra los supuestos planes de terceros países más poderosos.
Lo único que logra esa “demostración de independencia” es manifestar su inmadurez y su falta de preparación para participar en la política internacional. Es un acto digno de Lázaro Cárdenas, Juan Perón o Gétulio Vargas, siempre vacilando entre las democracias y el totalitarismo. Es posible ser “independiente” sin ser un necio, pero eso no parece alcanzar al progresista Lula, quien después de todo tiene orígenes políticos ideológicos. Su falta de raciocinio lo llevó a especular con la posibilidad de un papel para Brasil en la solución del conflicto israelí-palestino. Si ni siquiera el mesiánico Barack Obama puede obtener resultados en esa área, ¿qué puede conseguir Lula?
La región de las Américas, siempre excluyendo a Canadá y Estados Unidos, se encuentra cerrando una década nefasta. La mayoría de sus economías crecieron, aunque en muy pocos países se tradujo eso en un desarrollo significativo. Varios países dejaron de ser democracias: Honduras, Nicaragua, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Argentina. Cuba y Haití no han hecho más que empeorar. El crimen y la corrupción han aumentado significativamente. Tan sólo unos pocos países, como México, Panamá, Colombia, Perú, Chile y Uruguay han al menos evitado empeorar, y algunos de ellos mejoraron.
Brasil es uno de ellos, pero no deja de llamar la atención lo decepcionante que resulta el liderazgo de Lula en relación al potencial desperdiciado. Por si quedaba alguna duda sobre su falta de honestidad, en presencia de Mahmoud Ahmadinejad dijo lo siguiente:
"Defendemos los derechos humanos y la libertad de elección de nuestros ciudadanos, y repudiamos todos los actos de intolerancia o el recurso del terrorismo".
Sólo un político puede mentir tan descarada y públicamente.
Lic. en Estudios Internacionales.
Universidad ORT - Uruguay
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