Un mundo de rankings: el auge de los “índices”
Resumo
Cualquier persona que lleve sus años leyendo a diario la prensa internacional habrá advertido en los últimos tiempos una nueva tendencia: el auge de los comúnmente llamados “índices”, es decir, la “medición” de un país en base a distintas categorías y variables de análisis con tal de colocarlo en una posición respecto a sus pares. Una práctica que se ha extendido de la economía a los más diversos campos. Tenemos, pues, índices de desarrollo (en todas sus variantes), de calidad institucional, de derechos y libertades, etc.
El más conocido es sin lugar a dudas el Índice de Desarrollo Humano (IDH), que publica la ONU casi anualmente desde el 1990, y que últimamente se ha tomado como la mejor opción para definir si un país es “desarrollado” o no. El IDH se calcula en base a tres aspectos: el producto bruto interno per cápita adaptado al poder de compra, la esperanza de vida, y la alfabetización y matriculación de la población en su conjunto. Sobra decir que este entramado es metodológicamente perfectible. Sin ir más lejos, el cálculo del PBI per cápita no señala en ningún momento la distribución efectiva de la riqueza en determinado país (que sí lo hace el índice de Gini). Tenemos, por lo tanto, a países con una desigualdad monstruosa pero que por gozar un PBI extremadamente alto pasarían a formar parte de la elite del ultra desarrollo: nos referimos en gran medida a las potencias petroleras. De esta manera, naciones donde prácticamente persiste la esclavitud (como los Emiratos Árabes Unidos) están mucho mejor posicionados que, por ejemplo, Chile o la República Checa.
Las fuentes de los indicadores no se limitan a las organizaciones internacionales: las ONGs y las empresas de información también realizan los suyos, utilizándolos incluso como una herramienta de “poder político”, si las mismas gozan de determinado prestigio.
No sería difícil encontrar por lo menos cincuenta índices de desarrollo diferentes a los del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. Estos por lo general suelen agregar otras categorías como la calidad medioambiental, tecnología y otros servicios, y por consiguiente los resultados varían muchísimo del clásico IDH. Lo problemático del caso es muchas veces la metodología.
Tomemos el caso de Transparencia Internacional y su índice de corrupción. ¿Cómo se hace?: a través de encuestas a las élites empresariales de cada país (“los expertos”, según dicha ONG). Un capital informativo apriorísticamente condenado a la subjetividad no parece muy confiable para ser trasladado a valores numéricos. Un cambio de gobierno favorable a dicho grupo evidentemente hará mejorar las calificaciones al país de turno y viceversa. No en vano Venezuela se ha hundido en el “ranking” a medida que el proyecto socialista de Chávez se ha ido afianzando.
Lo mismo sucede con los indicadores de libertad de prensa de la ONG Reporteros sin Fronteras: en este caso los “expertos” consultados son corresponsales internacionales de determinadas agencias. Más confiables son los de otra ONG, Freedom House, que toma en cuenta otras variables además de las opiniones de turno.
La nueva moda a veces llega a extremos tragicómicos, pero que igualmente son reproducidos por la prensa (y hablamos de periódicos “serios”) e incluso se toman para diversas investigaciones. Desde hace años contamos con diversas ONGs que miden nada menos que la “Felicidad” (¿?). En el más conocido de estos rankings la tercera plaza la ocupa Jamaica, pero obviaremos el chiste fácil. Lo problemático es que si ya es de por sí difícil definir lo que es “desarrollo”, “corrupción”, “derechos” o “libertades” de una forma entendible y aceptada globalmente, ¿cómo podemos hablar de algo tan abstracto como la “felicidad” y para peor pretender medirla y compararla?
Sería absurdo negar que dichos indicadores pueden servir como herramientas imprescindibles para la utilización del método comparativo en diversas disciplinas (en especial la Política Comparada, por no mencionar de forma evidente la Economía). No obstante, la información recogida debería tomarse con pinzas en base a tres puntos: la fuente, la metodología, y por supuesto los “términos”.
* Estudiante de la Licenciatura en Estudios Internacionales.
FACS - ORT- Uruguay
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