LAS EXCENTRICIDADES DEL HISTORICISMO

Autores

  • Andrés Riva Casas

Resumo

“La creencia en un destino histórico es pura superstición, (…) no puede haber predicción de la historia humana por métodos científicos o cualquier otra clase de método racional”

Karl R. Popper, La miseria del historicismo.

El historicismo no es solo una forma engañosa y en ocasiones mal intencionada de concebir el desarrollo de la humanidad a lo largo del tiempo histórico. Ha sido, como bien sabemos, piedra angular en acontecimientos de los que la raza humana poco puede ufanarse: los campos de concentración del nazismo, tanto como los gulags soviéticos, se erigieron sobre concepciones historicistas que supieron ser explotadas en su justa medida y en el momento adecuado.

¿Qué es el historicismo? Bien lo define Popper en su fundamental libro “La miseria del historicismo” (1961): es la creencia, hasta ahora jamás demostrada, de que es posible predecir la historia humana, ya sea a través de métodos científicos o, lo que es aún peor, mediante reveladoras interpretaciones del devenir histórico que permiten acceder a los mecanismos esenciales de su funcionamiento.

Marx no fue capaz de descubrir cuál sería el inminente futuro de las sociedades industrializadas hasta que no comprendió la lógica subyacente de su funcionamiento y que tan elocuentemente definió como la “lucha de clases”, mecanismo en el que, por cierto, muchos siguen aún “creyendo”. Hitler, por su parte, no fue – o al menos no únicamente – un desquiciado mesías autoproclamado que se dedicó a la guerra y al exterminio. Por el contrario, su concepción del destino del pueblo alemán, y de los males que éste padecía, justificaba cada una de sus acciones.

Las trampas del historicismo

La categórica definición de toda creencia en el “destino histórico” como “pura superstición” por parte de Popper, no ha sido sin embargo la tónica del desarrollo del pensamiento, que con puntillosa insistencia ha permitido en su seno el florecimiento de los más diversos desarrollos historicistas.

De hecho, es el deseo de omnicomprensión, la mera sospecha de estar ante una construcción racional capaz de explicar con certeza totalizadora el devenir histórico de la humanidad, e incluso su futuro, lo que le confiere un vital atractivo al historicismo. Y es que por más distantes que puedan ser entre sí dos interpretaciones de la historia, sus mecanismos, sus atajos y sus trampas son exactamente las mismas.

El historicismo, como tal, se construye sobre una concepción “orientada” del tiempo histórico, en la que éste puede ser representado como una línea recta. Este trazo lineal, capaz de simplificar la explicación de sucesos históricos, nos deposita sin embargo frente a un abismo estremecedor. Toda línea temporal – imaginémosla dibujada en un papel – debe tener, inexorablemente, un comienzo y un final, que representan a su vez el principio y el fin del tiempo histórico.

Pero son justamente esas dos ideas las que, en un abrir y cerrar de ojos, nos depositan dentro de cualquier concepción determinista de la historia. Tanto puede haber sido Dios el creador y el apocalipsis el final, como el big bang y una lluvia de meteoritos: cualquier interpretación es válida siempre y cuando se trate de una línea entre dos puntos, a cuyo tránsito se le otorgue cierto “sentido”.

Más aún, esta forma de ubicar los sucesos en línea nos predispone a un reduccionismo fatal a la hora de encontrar causas y consecuencias a lo largo de la historia. De hecho, resulta alarmantemente fácil deducir que un acontecimiento previo constituye una causa de algo, tanto como concluir que otro es su consecuencia.

Ahora, ¿cómo es que se mueve la historia a través de esa línea? Esta pregunta nos lleva a cuestiones más complejas y menos ingenuas que el principio y final de la historia, o la relación causal entre los acontecimientos. Nos referimos a una cuestión cuya aplicación práctica ha sido catastrófica y que es conocida como la “dinámica del tiempo histórico”.

En efecto, si la historia tiene un sentido, entonces su “motor”, el mecanismo que desencadena el movimiento, no puede ser el mero azar. Hitler, por ejemplo, encontró su motor en el “Volk” (el pueblo alemán y su voluntad), Marx en la “lucha de clases” y la religión en la “voluntad divina”. Esto remite, evidentemente, a una interpretación estrecha y unidireccional de los sucesos, que serán siempre analizados desde un mismo foco.

Por último, la dinámica del tiempo histórico nos pone ante la tentación de encontrar no solo un mecanismo motor, sino un “sujeto” que personifique dicho mecanismo y sea capaz de llevarlo adelante, de propiciar o acelerar los cambios en función de un inexorable destino predeterminado. Los ejemplos se repiten: si la lucha de clases es el motor de la historia y la dictadura del proletariado su final, Stalin podría ser la perfecta encarnación del sujeto de la historia.

Arte historicista

El siglo XX no fue únicamente el siglo de las catástrofes. Detrás de las guerras y revoluciones políticas, una revolución silenciosa tuvo lugar en el ámbito de las artes. Literatura, música, pintura, danza, todas se vieron atravesadas por un proceso de cambios radicales. La primera mitad del siglo, sobre todo, fue la época de las vanguardias artísticas, cantera de innumerables manifestaciones culturales que dieron un vuelco permanente a lo que en algún momento se entendió por arte y cultura. Desde el futurismo de Marinetti, de principio de siglo, hasta los acontecimientos de mayo del 68, el siglo XX fue víctima (o perpetrador) de una atronadora vorágine de transformaciones.

Entre ellas se encuentra una corriente artística que se llamó a sí misma el Letrismo, y que poco dejó tras de sí más que una interesante recopilación de anécdotas pintorescas. “La vanguardia de las vanguardias”, como pretenciosamente la llamó su creador, Isidore Isou, poco tenía de verdaderamente artística y mucho de revelación historicista.

Como lo define Carlos Granes en “El puño invisible: arte, revolución y un siglo de cambios culturales” (2011), el Letrismo “creía que la historia se movía por ciclos fijos y predeterminados, susceptibles de ser acelerados o retrasados y que esta lógica demostraba la presencia silenciosa de una ley oculta que forzaba los acontecimientos históricos en una dirección determinada”.

Pero no culminaba ahí. Isou y sus seguidores creían que quien descifrara dicho mecanismo sería capaz de llevar a la humanidad a un nuevo período histórico, lo que le conferiría el derecho inmediato a ser llamado Dios.

El mecanismo que Isou creyó haber revelado, y al mismo tiempo dominado, consistía en comprender la lógica oculta detrás de “los ciclos de vida y de la producción artística”. Básicamente, el Letrismo creía que todo arte comenzaba a partir de manifestaciones arcaicas muy básicas y se desarrollaba hasta alcanzar un punto máximo de sofisticación tras el cual iniciaba un proceso de irremediable descomposición que precedía la emergencia de una nueva era.

Tomemos como ejemplo la poesía, en palabras de Granés:

“En la poesía (…) era evidente que desde sus orígenes homéricos la épica se había nutrido de historias, mitos y anécdotas, y que no había dejado de crecer y de incorporar elementos hasta llegar a las grandes arquitecturas verbales de Víctor Hugo. Pero de ahí en adelante, empezando con Baudelaire y terminando con Tzara, la poesía había empezado un proceso inverso de descomposición y purificación”.

Este proceso había llegado ya a un punto crítico: Tristán Tzara había liberado a las palabras de su significado y las apilaba en oraciones sin mayor sentido que el de desafiar a la civilización occidental con su actitud escandalosa. Entonces los letristas entendieron cuál era el paso siguiente: liberar a las letras del orden que les conferían las palabras, el idioma, y llegar al punto máximo de descomposición. Así harían con todas las artes y también las ciencias, en las que – habían descifrado – el proceso era similar. Este sería el último escalón antes de una nueva etapa, de la cual Isou era el sujeto incuestionable.

El Letrismo, delirante y excéntrica expresión del historicismo, no tuvo éxito alguno en su tiempo. Su mera existencia, sin embargo, resulta una peculiar e irónica parodia de las verdaderas catástrofes que el historicismo propició: los dos grandes totalitarismos del siglo pasado. La mesiánica posición de Isou, conferida por sus propios seguidores, es una versión menos trágica y más soportable del Estalinismo y el Nazismo, cuyas diferencias con el Letrismo no son tan grandes como sus consecuencias quieren hacernos creer.
 

Andrés Riva Casas es estudiante de la Licenciatura en Estudios Internacionales
Universidad ORT - Uruguay.

Publicado

2014-08-14

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Enfoques