ESTADOS UNIDOS Y EUROPA, ALIADOS EN CRISIS
Resumo
Hace unas pocas décadas, incluso antes del final de la Guerra Fría, antes y después del triunfo de Ronald Reagan, se sucedían unos periódicos análisis acerca de la decadencia de Estados Unidos. Otras veces, el turno del pesimismo le tocaba a Europa, sobre todo cuando no conseguía superar su ambivalencia ante la profundización del proceso de integración, especialmente por el fracaso del proyecto constitucional. Occidente estaba en crisis. Ahora la pareja parece pasar por una época similar, en la que cada uno intenta superarse en inferioridad.
Estados Unidos parece estar sumido en horas bajas a causa de la aparentemente errática política exterior de Obama, que no parece haber hecho buen uso de la superación de la herencia de la actuación de George W. Bush en Oriente Medio. La agenda de Obama basada en “liderar desde atrás” le está causando al presidente norteamericano graves problemas que le representarían un serio obstáculo en caso de que pudiera optar a otra reelección. Ese lastre lo puede pagar Hillary Clinton en caso de que se decida, por fin, a optar a la presidencia. Lo cierto es que la indecisión en Siria, el desastre de Irak en desintegración y la todavía por ver resolución del desafío de Rusia en Ucrania ofrecen un diagnóstico de Estados Unidos en decadencia internacional.
La Unión Europea, por su parte, no presenta un panorama mejor y solamente si consigue afianzar su entramado institucional después de las elecciones de mayo podrá afirmar que ha superado el generalizado diagnóstico de problemático futuro. Atenazada por el ascenso del populismo y el neo-nacionalismo, lastrada su economía por la desigualdad y la falta de crecimiento sostenido, la UE está lejos de ofrecerse como alternativa de liderazgo y esperanza para el resto del planeta y como socio idóneo para Estados Unidos en superar la crisis global.
Pero curiosamente, esta extraña pareja, que históricamente es subsumida en lo que generosamente se llama Occidente, puede presumir de seguir disfrutando de un profundo capital y base no solamente de su supervivencia, sino de su sostenido liderazgo para el resto del planeta. En ambos casos, una imparable y tenaz tragedia humanitaria revela su mutua fortaleza y garantía de supervivencia futura. Los dramáticos y repetitivos acontecimientos ofrecidos por los procesos migratorios ofrecen el gran capital con que tanto Europa como Estados Unidos cuentan en comparación con otras regiones del planeta.
Por un lado, los observadores atónitos contemplan cómo millares de adolescentes latinoamericanos proceden a una invasión pacífica del territorio de Estados Unidos. Van en busca de un futuro mucho mejor que el que dejan atrás en una Centroamérica devorada por el crimen, la pobreza y la desigualdad. Las cifras son aterradoras. Se detectaron ya unos 20.000 en 2009, para descender levemente un par de años después, pero ya en lo que va de este año se calcula que son más de 60.000 los niños y jóvenes latinoamericanos que, sin el acompañamiento de sus familias (esa es la novedad todavía más hiriente), optan por cruzar el Río Grande y los desiertos fronterizos. Los países de origen de este doloroso derrame humano son Honduras, Guatemala, El Salvador y, naturalmente, México. Obsérvese que la mitad de los desplazados citaban como causas de su odisea los malos tratos y abusos sufridos en sus propias comunidades. De ahí que cobre verosimilitud la explicación de que el éxodo también está facilitado por la supuesta interpretación de las víctimas que no serán deportadas a su origen.
Pero este éxodo no es del todo espontáneo, sino que está en gran parte organizado por bandas de traficantes que cobran por el “servicio” unos $7.500. La alarma causada en el seno del gobierno norteamericano ha obligado a dedicar adicionales fondos para proyectos fronterizos, pero los apenas 1.400 millones de dólares para la acogida de los jóvenes refugiados no son más que una muestra caritativa insuficiente. El daño colateral para Obama es que esta invasión endurece todavía más la oposición a la regularización de la inmigración.
Por otro, las costas de Italia siguen recibiendo el doloroso impacto de la inmigración de los desesperados lanzados por traficantes, con el resultado de naufragios y muertes por asfixia. Ya nadie se acuerda apenas del fallecimiento de más de medio millar de inmigrantes desesperados en las costas de Lampedusa. Las cifras se han multiplicado y ya solamente son noticia por la contumacia de los repetitivos incidentes, parte de un guión trágico. En un par de días, la Marina italiana rescató más de 5.000, pero otros treinta perecieron por asfixia, atrapados en la bodega de una embarcación, propia de tráfico de esclavos. Cálculos rigurosos estiman que en lo que va de este siglo, más de 23.000 inmigrantes han perecido ahogados en el Mediterráneo central y oriental. La actuación italiana mediante el programa llamado Mare Nostrum se siente incapaz de parar esta tragedia.
De poco sirve para el gobierno de Roma reclamar que no se trata de un problema italiano, sino que es europeo, pues el Mediterráneo es la frontera natural de toda Europa. Aun sucede algo peor, pues los intentos humanitarios de las autoridades italianas son acusados de empeorar el problema, ya que se convierten en un “efecto de llamada” y atrae todavía más inmigrantes que se sienten protegidos por la labor de protección de vidas. Roma contesta que incluso sin la existencia de esos planes de detención y acogida, los inmigrantes descontrolados seguirían llegando. Se ignora si el gobierno del primer ministro Mateo Renzi, quien este semestre ocupa la presidencia de turno de la Unión Europea, y que ha comenzado a destacarse con ansias de protagonismo, más allá de la negativa actuación de sus antecesores, tendrá la fortaleza y ambición necesaria para enderezar al problema.
Este drama sucede de forma similar en otro escenario más occidental, similar y diferente, con el intento (y éxito frecuente) sistemático de asalto de la frontera española en los enclaves de Marruecos, escena que ya ha dejado de ser noticia. Por un lado, el gobierno español no puede extralimitarse en el trato de los inmigrantes irregulares, especialmente procedentes de países subsaharianos, que optan por métodos expeditivos como el asalto a barreras fortificadas. Tampoco se puede permitir el lujo de actuar con contundencia especial ante los procedentes de los países vecinos, especialmente del propio Marruecos, ya que dañarían las delicadas relaciones con Rabat.
¿Qué revelan estos aparentemente disímiles escenarios? Simplemente, que la fortaleza de estos socios a ambas orillas del Atlántico, que ahora parecen estar en crisis, está basada en su comparativamente imponente poder de atracción para la inmigración. Por muchas dificultades que numerosos países europeos sufren en la actualidad, la perspectiva de la vida en Europa es comparativamente mucho mejor que en África o Asia, e incluso en América, a pesar del hecho del retorno de numerosos inmigrantes hacia sus lugares de origen. Se creyó que el deterioro económico por las dificultades financieras y el estallido de la burbuja financiera frenarían el éxodo y la presión inmigratoria. La esperanza de mejoras socioeconómicas de la “primavera árabe” se difuminó en pocos meses. El desastre de Siria agregó otra fuente de éxodo.
El futuro (y el presente, como siempre fue en el pasado) de Estados Unidos sigue unido a la reserva de la inmigración. Sea por el atractivo de cursar estudios en sus universidades, conseguir trabajos mejor remunerados o expectativas de un nivel de vida mejor para sus hijos, la alternativa de cambio de residencia para los ciudadanos de numerosos países latinoamericanos con destino a Estados Unidos es parte del guión. De ahí que los sectores norteamericanos que se oponen a la reforma migratoria no solamente están destinados a fracasar sino que, de momento, están haciendo un flaco servicio al país. La lógica de Obama sigue basada en ese argumento.
Obsérvese que en ambas regiones estos dos actores están ahora enfrascados en la exploración de un Acuerdo de Libre Comercio e Inversiones (TTIP, por sus siglas en inglés). Este proyecto está destinado a superar en nivel de vida y expectativas de futuro a otras regiones del mundo. Aunque no se acepte públicamente, el TTIP está pensado como un escudo de protección ante la competencia de las economías emergentes, principalmente los llamados BRICs. Lo que no está claro es si las rencillas, ambivalencias, competencias a ambos lados del Atlántico harán cada vez más lejana la consecución de un acuerdo más necesario que nunca. Ambos socios siguen siendo los aliados naturales en liderar al planeta en la superación de la crisis. Ambos tienen su futuro soldado en su destino, irrenunciable y necesario, inmigratorio. Lo hiriente de este diagnóstico es que se forje al precio de la diáspora de la emigración indocumentada de trágicas consecuencias.
Joaquín Roy es Catedrático ‘Jean Monnet’
Director del Centro de la Unión Europea - Universidad de Miami
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