La Administración Bush: 2001 – 2009

Autores

  • Lic. Pablo Brum

Resumo

Introducción

Es común intentar adelantar el veredicto sobre una presidencia antes de que ésta se complete. Esto es más cierto de la presidencia de George Walker Bush que de cualquier otra reciente: los juicios de valor se vienen adelantando desde hace mucho tiempo, incluso desde 2003. Es solamente ahora, que su último día ha transcurrido, que puede analizarse adecuadamente. Aún así, el paso del tiempo probará ser un prisma muy valioso para evaluar las consecuencias de las decisiones tomadas por Bush y su equipo. Sin embargo, el carácter dramático de lo acontecido en estos ocho años merece un estudio ahora, aún si con el tiempo es posible que se interprete de otra manera.

El análisis de los ocho años de gobierno de Bush se divide en dos partes: la política exterior y la política interna, llamada en el léxico anglófono política doméstica. Esta primera entrega refiere a la política exterior, no necesariamente porque sea más importante que la segunda, sino porque es la que más interés despertó durante el período.

Política exterior: Ocho años de extremos

Más allá de opiniones favorables o desfavorables, los ocho años de gobierno de Bush coincidieron casi milimétricamente con un período de enormes turbulencias para la humanidad en numerosos aspectos.

Es así que esta administración ofrece, en términos de política exterior, un resultado mixto: sus logros tienen alcance histórico; sus errores también tienen consecuencias extremas. La administración Bush fue radicalmente distinta de la de su antecesor Bill Clinton, de la de su padre y la de cualquier otro presidente de las últimas décadas, exceptuados Ronald Wilson Reagan y Lyndon Baines Johnson. En períodos de alta conmoción, la reacción del gobierno de Estados Unidos, dada su posición única, da lugar a efectos que gravitan hacia los extremos, ya sean positivos o negativos. La era Bush no fue la excepción.

Es evidente que la mayor parte de la opinión mundial, sea de élites o de encuestas generales, arroja un profundo rechazo a la administración Bush. Por lo tanto, es inevitable comenzar por enumerar los errores que ésta cometió en política exterior. Para hacerlo, es fundamental refutar un par de mitos.

El primero de estos es Iraq, un país que parece dominar el legado de Bush. El consenso martilleado hasta el cansancio por los medios informativos, la oposición demócrata, los gobiernos europeos, las Naciones Unidas y los propagandistas islámicos es que se trató de un desastre equiparable a Viet Nam. Estados Unidos habría perdido una guerra y habría sido humillado por la valiente “resistencia” iraquí; el país sería ahora un títere de Irán y el retroceso para Washington, por no mencionar la sociedad iraquí, sería enorme.

La realidad es distinta. Es cierto que la guerra en Iraq conoció un período oscuro en el que la legitimidad de todo el emprendimiento se hizo cuestionable, pero lo que la multitud de críticos no logra comprender –con demasiada frecuencia por odio a Estados Unidos y Bush, y por lo tanto por la irracionalidad- es que fue eso mismo: un período. Más precisamente, Iraq se sumió en las tinieblas durante tres años: 2004, 2005 y 2006.

Durante esos años se conocieron momentos de anarquía, de guerra civil, de violencia extrema y de terrorismo salvaje, encarnado por momentos en Abu Musab al-Zarqawi, quizá el terrorista más violento de todos los tiempos. Mientras la oposición a la guerra publicaba estadísticas y teorías falsas, como los cien mil o más muertos en el conflicto o la idea de que Estados Unidos invadió el país “por el petróleo”, Abu Musab, sus acólitos y sus imitadores decapitaban rehenes, dinamitaban escuelas y ambulancias, atacaban funerales y practicaban todo tipo de horrores de los que los medios de comunicaciones nunca hablaron. No caben dudas que Iraq conoció el horror.

La clave es que ese período se superó. No es común que en una guerra a la deriva se invierta una estrategia bajo el mismo comandante: no lo hicieron ni Johnson en Viet Nam, ni Truman ni Eisenhower en Corea y ni siquiera Churchill en los momentos oscuros de la Segunda Guerra Mundial. Bush pasará a la historia por sí haber reconocido el error y haberlo solucionado. Se deshizo de sus comandantes, Donald Rumsfeld en el Departamento de Defensa y George Casey en Central Command, y le entregó el conflicto a David Petraeus. Este general había dedicado los últimos años a estudiar y redactar la nueva doctrina anti-insurgencia de las Fuerzas Armadas estadounidenses. Bush le confió a él y a Raymond Odierno la guerra en los primeros días de 2007, y su éxito ha sido histórico.

La situación en Iraq antes de 2003 era de extrema pobreza bajo un régimen totalitario brutal como pocos. La situación a partir de 2007-8 fue de una democracia liberal en gestación, con una economía de mercado, con reconcilliación étnica en medio del mundo islámico, con un tratado negociado entre partes iguales con Estados Unidos y con prospectos a corto plazo de retiro de las tropas internacionales. La guerra está ganada; el resultado es sumamente positivo para Estados Unidos y, sobre todo, para Iraq y la región. Ahora se cuenta con una democracia en medio del mundo islámico, un conjunto de bases militares desde las cuales vigilar la región y un importante baluarte en la lucha contra el terrorismo. El famoso tema de las armas de destrucción masiva, un importante error de parte de Bush y su equipo, perderá progresivamente importancia para la historia, mientras que los logros de la sociedad iraquí y las tropas estadounidenses cada vez cobrarán mayor prominencia. Otro factor de discordia en la saga iraquí, la falta de aprobación del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, fue un punto legítimo de debate. Sin embargo, el paso del tiempo le va restando cada vez más importancia a esa organización, sumida como está en escándalos de corrupción moral y ética, algunos de ellos con el desaparecido régimen de Saddam Hussein.

El segundo error mítico de la administración Bush es el de Guantánamo-waterboarding. Por un lado, es muy razonable debatir Guantánamo y algunas prácticas de las fuerzas de seguridad estadounidenses. Por el otro, los críticos de estas prácticas todavía no han ofrecido una opción distinta respecto a dónde enviar a los prisioneros de la guerra contra la jihad, ni tampoco respecto a cómo obtener información crítica sobre posibles ataques y células terroristas. Los medios suelen omitir el hecho de que el submarino (o waterboarding)  se practicó solamente a tres -3- personas en todo el período, todos confesos terroristas. El punto no es si estuvo bien o mal hacerlo, sino el grado de importancia que puede tener en un contexto donde hay acontecimientos mucho más importantes.

También se suele omitir el hecho de que el waterboarding funcionó, ya que en particular en el caso de Khaild Sheihk Mohammed sirvió para desmantelar planes específicos para ataques terroristas en Estados Unidos y Europa. Aunque es discutible el uso de esa técnica, es responsabilidad del gobierno evitar otro once de septiembre, y es un hecho que los capturados son prisioneros de guerra. Si nadie recuerda a prisioneros alemanes, italianos, coreanos o vietnamitas en cortes estadounidenses compareciendo por sus crímenes es porque nunca ocurrió: pertenecían al ámbito militar y no tenían derechos civiles que defender en una corte.

Por lo tanto, más allá de que sea necesario un debate sobre los métodos empleados por Estados Unidos, es una exageración considerarlo uno de los hechos definidores de la era Bush. Esto no hace más que revelar la parcialidad a la hora de fijar una agenda antiamericana de quienes más han propulsado este tema.

Ya descartados esos mitos, sí corresponde señalar los verdaderos fracasos de la administración Bush. El más grande de todos, por lejos, no es entonces Iraq, sino Darfur. Aunque no ocupe las primeras planas –como sí lo hizo el escándalo de Abu Ghraib en el New York Times cincuenta días seguidos-, Darfur es el acontecimiento más nefasto para la humanidad de los últimos diez años. El que lo precedió fue otro genocidio en el que Estados Unidos se abstuvo de actuar: Rwanda en 1994, bajo Bill Clinton.

Tras la Segunda Guerra Mundial y la Shoah, el mundo libre se prometió no volver a permitir que ocurriese algo similar; el líder en ese esfuerzo fue Estados Unidos. El genocidio es considerado, y con razón, el mayor peligro y justificativo para la intervención armada, tanto en términos morales como legales. El fracaso de Estados Unidos en impedirle al régimen de Omar Bashir en Sudán, para el asesinato de ya más de cuatrocientos mil civiles desarmados en Darfur, pasará a la historia como un profundo abismo moral.

El segundo mayor fiasco de Bush fue su política respecto a Rusia. Los ocho años de su gobierno marcan un período en el que ese país se desvió de una democracia liberal recién nacida hacia una dictadura abiertamente imperialista. Bush es,personalmente, uno de los principales culpables, como lo atestigua su famoso veredicto sobre Vladimir Putin de que había “logrado tener una noción de su alma”, y que lo que ahí había era algo bueno. En estos ocho años Rusia pasó, en términos de conducta, de ser un cadáver en descomposición a un agente del caos mundial. Domésticamente se tomó por asalto la economía y asesinó e intimidó a la oposición política. Internacionalmente Rusia ha financiado, protegido diplomáticamente y armado a regímenes como el de los Castro en Cuba, Hugo Chávez en Venezuela, Aleksandr Lukashenko en Belarus, el gobierno genocida de Sudán, el proyecto nuclear iraní, y otros coloridos casos. 

Esto es sin mencionar las violentísimas agresiones a Ucrania, Estonia y, sobre todo, Georgia. Bajo Bush, la gravedad del accionar ruso llegó a su punto más grave desde 1968, ocasión de la represión de la Primavera de Praga bajo la era soviética.
El tercer mayor fracaso de Bush es no haber eliminado al mismo Eje del Mal que describió tan polémicamente. Entre la propaganda a la que se hacía referencia anteriormente se dibujó la imagen de Bush el vaquero, que no sabe lo que es la diplomacia y apuesta invariablemente por la fuerza militar. Sin embargo, la administración apostó claramente por la diplomacia con dos de los tres integrantes del Eje –Irán y Corea Comunista-. Los resultados han sido pésimos.

Corea del Norte se ha vuelto una potencia nuclear, aunque el esquema militar con el cual tiene de rehén a Seúl y millones de surcoreanos hacía difícil una intervención militar. No se puede decir lo mismo de Irán, país en el que Bush podría haber intervenido, o ante el cual al menos podría haber dado garantías de apoyo militar a Israel. Para los próximos años, gracias a las actitudes equivocadas de Bush, el régimen responsable por la AMIA, Hizb Allah y el totalitarismo islámico posiblemente contará con bombas nucleares.

Queda claro que fueron varios los errores de la administración, aunque no necesariamente los mismos que señala el consenso mediático internacional. Es hora de ver algo que casi ni figura en esos círculos: los logros en los ocho años de gobierno de Bush y su equipo.

El primero, más evidente y más importante, es evitar algo que casi el 100% de la opinión mundial –incluso la especializada- daba como un hecho el doce de septiembre de 2001: que “pronto” se verían más ataques terroristas en suelo estadounidense. Ahora mismo, en el calor del momento y con el odio a Bush todavía respirable en el aire, este hecho clave queda sepultado – pero no será así con el paso del tiempo. Bush revolucionó la política exterior, militar, de vigilancia y de espionaje de su país, y el resultado fue exactamente el esperado. Así, se logró cumplir con la función primaria de  todo gobierno: proteger las vidas y el ejercicio de las libertades de sus ciudadanos.

El segundo logro de Bush que probablemente registrará la historia fue la apertura de India. Ese país, que representa una reserva inmensa de calidad democrática, liberal y capitalista para el futuro, se encontraba prácticamente ignorado desde su entrada a la economía de mercado en 1991. Bush fue el presidente que, de forma similar a Richard Nixon con China, estableció los vínculos clave con ese país. A partir de ahora, la relación de Estados Unidos con India conoce cauces estratégicos, comerciales, nucleares y sobre todo políticos de mucho mayor alcance. Será un aliado clave para enfrentar a una multitud de problemas que tienen en común las democracias, en particular las más grandes: el terrorismo islámico, Rusia y China.
Un tercer éxito de la Administración Bush fue su promoción del libre comercio. Bajo esta presidencia se extendió a casi toda América, algo que se suele olvidar. Basta sumar el NAFTA –gran logro de Bill Clinton-, el CAFTA-DR –que cubrió casi toda América Central y la República Dominicana-, los tratados de libre comercio firmados con Colombia, Perú y Chile, y por último los ofrecidos a Ecuador y Uruguay.

Además, la administración concluyó tratados con países clave como Australia, Corea del Sur y  Singapur.

Entre estos fracasos y logros extremos existen algunos pocos puntos de término medio, en los cuales generalmente Bush tuvo razón pero no logró sus objetivos. Un ejemplo claro es América Latina. 

Fue en estos ocho años donde se formó la ahora tradicional división entre países “serios”, como México, Colombia, Perú, Brasil, Chile y Uruguay, y países autodestructivos, como Cuba, Venezuela, Ecuador, Bolivia y Argentina. Los intentos de Bush por tener buenas relaciones con América Latina fueron abiertos y claros. La ya tradicional arrogancia latinoamericana no lo recibió bien y se creyó superior alcowboy tonto. La respuesta de Bush fue pragmática: trataría con quienes estuviesen dispuestos, y a los demás los ignoraría. 

El resultado es esclarecedor: México lucha contra el narcotráfico y prospera; Colombia derrota al terrorismo narco-comunista-paramilitar tras cuarenta años de guerra, Perú por fin conoce la estabilidad, Brasil se vuelve un modelo atractivo a nivel mundial. Mientras tanto, Cuba conoce la pobreza extrema; Bolivia arde en llamas, Venezuela está sumida en más violencia que Iraq, y Argentina languidece detrás de Etiopía, China y Surinam en el Índice de Libertad Económica. Los logros de los países latinoamericanos arriba mencionados les pertenecen de pleno derecho; Bush se limitó a acompañarlos y premiar la buena conducta, por lo cual merece crédito. Sin embargo, sus omisiones en temas de seguridad en México y Venezuela constituyen problemas sin resolver.

Otro punto medio de Bush fue Afganistán, país que se conquistó fácilmente pero que en los últimos años del gobierno pareció escurrirse nuevamente hacia la guerra de alta intensidad. El remedio que buscó aplicar Bush al resurgimiento de los talibanes en el Este del país es el mismo que el de Iraq: David Petraeus y un aumento de tropas anti-insurgentes. Sin embargo, los resultados se verán solamente bajo el gobierno de Barack Obama, a diferencia de Iraq. Bush debería haber solucionado el problema antes, ya que sólo en sus últimos meses en el gobierno dio las órdenes de elevar el número de tropas a 35.000, lo cual aún no alcanza para llegar a la proporción de habitantes por soldado que indica el propio Manual de Contrainsurgencia de su Ejército.

Conclusión

La Administración Bush resulta una de las más interesantes en mucho tiempo para quien estudia la política exterior. Buscó asociarse explícitamente con la escuela del liberalismo internacional o idealismo, en términos de promoción de la democracia y la libertad. Sin embargo, fue un gobierno que tuvo relaciones muy cercanas con regímenes totalitarios como el de Arabia Saudí o China, o con el de su aliado clave Pakistán.

La personalidad del Presidente resultó contradictoria. Aunque siempre mantuvo una fuerte convicción moral, en algunas ocasiones predicaba su propia inmovilidad en la persecución de un objetivo de cierta manera, mientras que en otras reconocía la realidad y cambiaba de método – como lo demostró en Iraq en momentos en que casi existía un consenso favorable a la retirada.

Bush desplegó el arsenal estadounidense para proteger a sus ciudadanos y expandir la única forma de gobierno legítima, y que constituye el antídoto para la intolerancia, el autoritarismo y la violencia. Sin embargo, en el camino cometió errores, algunos de ellos muy graves y, sobre todo, ignoró otros problemas. La historia, para que sea historia y no propaganda, deberá reconocer esa pluralidad de hechos.

 
Lic. en Estudios Internacionales. 
Universidad ORT - Uruguay

Publicado

2009-04-02

Edição

Seção

Política internacional