¿Hay futuro para las Humanidades? (III)
Resumo
En las columnas anteriores de esta serie se hacía referencia a algunas discusiones más o menos contemporáneas acerca del futuro de las Humanidades, circunscriptas ellas a la academia norteamericana, que no es igual ni subsumible en otras como la francesa, alemana, o aun latinoamericana.
Se terminaba observando que una cuestión relevante es quién sienta las formas de legitimación del debate acerca de si tiene sentido o no continuar con la institución de las Humanidades dentro de la enseñanza superior. En otras palabras, si unos supuestos utilitaristas son los que dan el marco para debatir, es muy poco probable que las Humanidades logren superar la discusión, mientras que si el debate se acepta y se da según supuestos de la propia tradición humanística, el resultado sería seguramente el inverso. “¿Quién manda en el debate?”, pues, es cosa previa. Y es cosa ardua, pues de acuerdo a la organización de las cosas, una cantidad abrumadora de veces quien manda en el debate es quien manda en el dinero.
La cuestión, apenas así planteada, revela que lo que se ha venido discutiendo no es en realidad si las Humanidades si o no, y cómo, sino simplemente si en el próximo presupuesto de, digamos, la Universidad del Estado de Nueva York, habrá o no dinero para el Departamento de Lenguas Eslavas, y cuánto. Es decir, de lo que Stanley Fish y otros se han venido haciendo eco, es de los ecos de un debate presupuestario cerrado en sí mismo, y pese a sus esfuerzos de abrirlo al público, darle alguna dimensión política, y quizá por esa vía intentar hacerlo más interesante, no han logrado por ese modo conectarlo con debates epistemológicos más de fondo.
Asomémonos pues a estos últimos. Algunos ingredientes de esos debates más de fondo son los siguientes (los enumero sin esperanza de ordenarlos, y mucho menos de ser exhaustivo): lugar de lo escrito (la tradición de lo escrito como área de conocimiento y como medium del conocer) en la sociedad y en la ecología mediática; rol de la representación en la historia y peripecia moderna del Sujeto; relación de las disciplinas humanísticas con los campos científicos rectores de la investigación “moderna” (s. XIX) aplicada—siguiendo al primer Foucault en “Les mots et les choses”: vida, economía y lenguaje; relación tecnología-conciencia; perfil educativo ideal (o virtual) para un posible ciudadano de las décadas en que estamos instalados y las que vienen.
El alcance de cada una de estas dimensiones es conceptualmente apreciable, y en relación con ellas se podría discutir la cuestión de si la institución de las Humanidades tiene todavía algún lugar bajo el sol de la universidad, y cuál y cómo debiera éste ser. Por ejemplo, en relación a la primera cuestión, es evidente que la escritura ni ha desaparecido ni es menos practicada ahora que antes. Pero es igualmente evidente que su rol dentro del conjunto de los medios ha cambiado dramáticamente con respecto no sólo a hace un siglo y medio atrás (cuando se diseñó la institución de las Humanidades) sino a hace una década atrás. La gente sigue escribiendo, e integrando su escribir a muchas de las nuevas plataformas tecnológicas que van apareciendo. Pero la gente no sigue escribiendo y leyendo el mismo tipo de textos que antes, ni estos juegan el mismo rol masivo que antes jugaban (lo escrito ya no es vehículo principal, por ejemplo, de la discusión política general), ni la relación lector/escribiente – texto es ya como era. La referencialidad del opinar, conocer y elegir ha migrado, de una discusión con referencia cultural en la “tradición de Occidente” a una miríada de discusiones tácticas sin referencial cultural central posible. El logos no se abre solo ni primordialmente en lo escrito, y el rol de lo escrito en relación al conocer y al ser ciudadano informado y decisor palidece. Aunque la cantidad relativa de “ciudadanos cultos” pueda haber crecido en números absolutos, la relación efectiva entre la noción más amplia de “cultura” y la noción de “práctica de lo escrito” es irremediablemente distinta de lo que era. Eso afecta al núcleo de todo pensar en la necesidad y forma de una disciplina de tipo humanístico. ¿Para qué tipo de lectura y escritura formar al público universitario? ¿Cómo es la forma de pensar y relacionarse con el mundo de alguien formado en la lectura de textos, a secas, versus la de alguien predominantemente oral o formado únicamente para el uso de textos breves?
Una segunda cuestión ha sido definida mejor que en cualquier otro sitio que conozca en un justamente famoso ensayo de Martin Heidegger traducido al castellano como “La era de la imagen del mundo”. El filósofo argumenta allí que “lo decisivo” de la modernidad es que en ella “la esencia del hombre se transforma desde el momento en que el hombre se convierte en sujeto. El problema con ello es que, a la vez que el sujeto se configura finalmente como en estado de “madurez” y “responsable” de sus propias acciones (según el famoso y breve decir de Kant en “Qué es la Ilustración”), se hace imposible que cualquier cosa que pueda representarse como “su” posición, voluntad o interés, escape al juego de lo que ya está previamente a disposición, “objetivamente”, como representable. El sujeto existe sólo en tanto un objeto más entre otros, presa de las mismas dinámicas y presiones que el resto de lo objetivo, y sólo como un objeto más puede representarse a sí mismo.
La representación del hombre (y de “lo humano” y de todos sus posibles contenidos) se vuelve así un hecho externo y saca para siempre al sujeto de cualquier ilusión de individualidad “pura”. El proceso de objetificación del mundo culmina apropiándose también, aun cuando sea de una forma tensa y resistida, de todo posible sí mismo. El “proyecto romántico” de las Humanidades, como lo llama al pasar el mismo Heidegger, sólo puede resistir un tiempo en ese contexto, pero está condenado y deja de tener un lugar en la esfera de las líneas posibles de investigación, las que por otra parte están completamente institucionalizadas, pues es imposible obtener una legitimidad “individual” y no institucional.
Si esta visión es correcta (y la intensa capacidad de los textos de Heidegger para anticipar y formular la era de la técnica parecen así sugerirlo), el programa de las Humanidades, que buscó en su origen histórico generar un espacio institucional para el despliegue del análisis y la interpretación libre de todos los problemas humanos por parte de un sujeto que se suponía libre, ya sea desde una perspectiva hermenéutica, teórico formal o historicista, se revela como una utopía institucional que tiene que haber empezado a hacer ruido desde prácticamente su creación.
Muerto el individuo (como agente interpretativo libre) al nacer, se acaban las Humanidades como proyecto institucional ligado al “individuo moderno”, salvo que se las vea y transforme en espacios en los que compiten, de manera des-individualizada pero intensamente programática, diversas representaciones políticas, sociales, éticas o espirituales sin relación conocida o formulable con sujetos individuales—salvo en el sentido de ayudarlos a progresar en su carrera académica, cargos, salarios o beneficios. He ahí una raíz del malestar que, con la Academia, han sentido y sentirán tantos “autores”, es decir, tantos individuos aun tomados por la creencia de que el factor irreductible de lo individual es clave en la producción de textos, obras, conocimientos e ideas.
Que las Humanidades comenzaron a hacer ruido en el momento mismo en que comenzaron, es efectivamente lo que ocurrió. Hans Gumbrecht ha descrito este proceso histórico (ver http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Gumbrecht/Gumbrecht1.htm )
En tercer lugar, está el sujeto, o el ex-sujeto, parado cada vez más en los pedales de las formas inanes de un ultra-individualismo que no es tal, que no puede serlo. El proyecto de individuo moderno hace mucho que no puede ser, ha muerto con la ida de Rimbaud al África, o aun antes. La originalidad, el genio, la iniciativa única, son otros tantos entes en el equipamiento del mundo. Por la razón que decía el mismo Heidegger, ya en Ser y Tiempo (“uno huye de la multitud igual que otro huye de la multitud”) los espacios de autenticidad, originalidad, etc. son otras tantas formas ya existentes en el impersonal “discurso”. Se las podrá acaso experimentar individualmente, pero no se las puede representar como originalidades. Un programa de las Humanidades que siguiese pues pretendiendo “formar individuos capaces de descubrir o iluminar” aspectos de la existencia según viejos supuestos románticos (más vigentes de lo que parece en las inercias de programas de estudios rigurosos, valoración del talento y peso del profesor individual como factor esencial, irrestricta y santificada libertad de cátedra, amplios espacios para la investigación y la publicación, búsqueda constante y valoración de un modelo de autor aun decimonónico, etc.) debería reconocer su propio carácter distópico.
Presionada por su propia lógica interna, tomada del objetivismo de la modernidad aun completamente vigente, son las mismas teorías que las Humanidades han privilegiado en muchas zonas las que no han hecho otra cosa que intensificar la autodestrucción (o la suave y bien perfumada deconstrucción) de cualquier estrategia de lectura significativa de textos escritos. Una vez que la estrategia deconstructiva, la teoría crítica, y otras “epistemologías de la sospecha” se convirtieron en los únicos modos autorizados de leer, es poco lo que se puede esperar de cualquier lectura. Esta actitud ha cundido y terminado de operar como un agua regia sobre zonas en origen consideradas esenciales dentro del campo humanístico, como la práctica filológica de buscar, transcribir, conservar, comentar e interpretar textos. Durante un persistente tiempo la única actitud suficientemente madura y avisada fue la de no creer en ninguna lectura (siquiera provisoria) de nada. Tal actitud escéptica se dobla además en una actitud meta-discursiva. Es imposible leer, solo se podría, avisadamente, leer cómo leer, postergando el cierre interpretativo hasta el infinito.
Según esta tendencia, se llega al absurdo de que un académico de Humanidades es el único sujeto absolutamente incapaz de leer –la gente común, felizmente, aun es capaz de leer un texto, entender de él un sentido aproximado, y seguir adelante.
Tal tendencia, una especie de enfermedad profesional, ha tomado el espacio de la comunicación pública. Las zonas editoriales de los periódicos, por ejemplo, hoy ofrecen mucho menos “línea política” que análisis politológico. Según esa rutina, lo que un político intente decir nunca será escuchado como tal, sino como función diferencial de movimientos internos del “escenario” político. La discusión sobre el Estado, la ciudadanía o el bien común se ha trocado en un análisis ajedrecístico de la comunicación política.
El sujeto que daba un paso atrás ante el texto y reflexionaba sobre él con la esperanza de formarse una postura propia se ha cambiado en el sujeto instantáneo que siempre-ya ha tomado partido, o que ha renunciado a la posibilidad de desentrañar la complejidad. Escéptico ante la posibilidad misma de hacerlo o desesperado ante los seguros “pliegues”, “rizomas” e “invaginaciones” de un mundo que se ha decretado final y definitivamente opaco.
Prácticas “humanísticas” personales siempre son y serán posibles y remuneradoras en muchos sentidos: escribir, pensar, comentar, narrar la historia. Eso existe y tiene tanto sentido como siempre ha tenido. Pero otra cosa es la discusión acerca de la institución universitaria de las Humanidades, que es la que realmente nos ocupa. Las “Humanidades” como institución no tienen, así, lugar en un mundo en el que no se puede ser un sujeto, sino en el que solo es posible (de acuerdo a los relatos vigentes) ser una víctima (adhiriéndose a uno cualquiera de los discursos de victimización/reivindicación de minorías disponibles en el menú público) o un sobreviviente que resiste desesperadamente a la ciega direccionalidad de la técnica y la ciencia.
Como Heidegger lo anunciaba, la objetivación del sujeto como posibilidades representativas y discursivas (regidas además por la investigación objetivista según el modelo científico) ha dado cuenta hace mucho de cualquier espacio “romántico”, aunque éste subsista en rutinas institucionales. Pues solo se puede tener legitimidad integrándose a la investigación de lo óntico, que nadie dicta ni planifica realmente, sino que se va abriendo en su propio despliegue lógico. La pregunta inicial sobre quién pone las condiciones de la discusión queda así contestada.
Las instituciones son sin embargo más largas y persistentes que las ideas y las tendencias. En la tensión entre prácticas de investigación pre-formateadas e iniciativa individual “libre” (sublimemente moderna) transcurre la agonía de las Humanidades, que cada tanto lanza un vislumbre como de claridades viejas, profundamente significativas, pero seguramente incapaces de convencer o torcer a la maquinaria epistémica y financiera del presente y el futuro visible.
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