EL "CALIFATO" VA EN SERIO

Autores

  • Pablo Brum

Resumo

Todas las culturas tienen sueños, mitos y utopías alojados en sus entrañas. Suele tratarse de pasados romantizados y repensados para el futuro. El mecanismo subyacente reza algo como lo siguiente: “Las cosas están mal hoy, pero no siempre fue así. Alguna vez estuvimos mucho mejor. Alguna vez fuimos los mejores – y podemos volver a serlo”.

Ejemplos sobran. Algunos son muy específicos: Francia tiene Cockaigne, la tierra pastoral mítica donde el campesino por fin puede satisfacerse a sus anchas. El vecino inglés tiene Merry England, esa especie de era medieval alegre con trovadores y códigos de caballería pero sin el horror de la verdadera Edad Media. Estados Unidos tiene la época de su independencia y los 1950s, y así sucesivamente.

En la cultura islámica, especialmente en su núcleo árabe, hay un concepto que ocupa un espacio parecido: el Califato. Se trata de la primera y más importante entidad política generada por el Islam, a pocos años de su fundación (año 632 AD). Fue reproducida varias veces: ha habido califatos con capitales en Damasco, Bagdad y Cairo, entre otras.

La figura del califa equivale a emperador y papa reunidos en una persona: tiene plena autoridad política y religiosa a la vez. Está asociada además con la sucesión directa, con variantes sunitas o chiitas, del propio fundador de la religión, Mahoma. No es por tanto cuestión menor ni ser califa ni fundar o gobernar un califato; todos los demás emires y sultanes, jefes de entidades políticas del mundo islámico, le deben fidelidad.

El último califato no fue árabe sino turco, y cayó a principios del siglo XX con el Imperio Otomano. Tanto antes como después de ese hecho el califato pasó a adquirir connotaciones míticas. En ciertas doctrinas islámicas, el mundo sólo puede estar en orden si existe un califato – y un califato que sea fuerte.

Con el paso del tiempo y las diversas evoluciones políticas del mundo islámico el califato pasó a ocupar un lugar especial en las ideologías islamistas. Proclamar un califato, un Estado islámico universal bajo ley islámica o shari’a, pasó a ser el objetivo declarado de muchos grupos. Éste fue el caso de la famosa al-Qaeda de Osama bin Laden y Ayman al-Zawahiri, pero ese grupo se dedicó mucho más al terrorismo anti-occidental que al trabajo real de construir el califato.

Lo que al-Qaeda nunca supo o realmente quiso hacer, una organización emparentada se ha decidido a implementar rápidamente. Se trata por supuesto del grupo que domina justificadamente los medios de noticias desde hace ya varios meses: ISIS, ISIL, Daesh, o simplemente el Estado Islámico.

El planteo de esta agrupación es mucho más político y, por lo tanto, lógico: en vez de invertir sus energías en complicados ataques a ciudades distantes, apostó por hacerse un lugar físico, real, en el corazón del mundo árabe. Como cualquier lector de las noticias lo sabe, hoy en día esto es realidad: el Estado Islámico existe. Tiene gobierno, capital, leyes, cortes, impuestos y varias otras características de un Estado como normalmente se lo define.

El éxito del Estado Islámico en conquistar enormes porciones del territorio sirio e iraquí es solo la primera mitad de su importancia contemporánea. La segunda es precisamente que se haya autoproclamado “califato”, y que su líder Abu Bakr se haya llamado a sí mismo “califa”.

En círculos islamistas sólo hay dos respuestas posibles ante semejante proclama: o una condena absoluta, por tratarse de una insolencia sin par, o una proclama de fidelidad al nuevo poder. No hay neutralidad posible. Lo que ha ocurrido es equiparable a que en el corazón de Europa un individuo con docenas de miles de tropas armadas y con importantes tierras bajo su control se autoproclame Papa y/o Sacro Emperador Romano Germánico. Es inconcebible, pero, sin embargo, ahí está.

Cientos de millones de personas por todo el mundo islámico crecieron escuchando en sus mezquitas, casi siempre financiadas por petrodólares del Golfo Pérsico, que la llegada de un nuevo califato sería un momento culminante. Si llegara un nuevo califa, dicen las doctrinas, se unificaría el mundo islámico, se restauraría la más pura “moral” religiosa y se entablaría un verdadero enfrentamiento con el infiel.

¿Qué ocurre entonces cuando los mujahideen triunfan, proclaman el califato y, de repente, parece que el sueño legendario es factible?

No es posible comprender algunos incidentes terroristas recientes, ni tampoco los que lamentablemente vendrán, sin conocer este contexto. Cuando una persona se “autorradicaliza” para matar soldados y civiles en Canadá, Estados Unidos, el Reino Unido, Francia y otros países varios, no lo hace en un vacío. Lo hace porque viene de pasar incontables noches mirando videos del Estado Islámico. Lo hace porque está convencida de que ha llegado, “aquí y ahora” como dijeran los radicales marxistas de los 60s, el momento de aportar su grano de arena.

El terrorismo es inseparable del radicalismo islámico en general y del Estado Islámico en particular. Las atrocidades de las que este último grupo es responsable son tan terribles que la prensa occidental se ha autocensurado de mostrar y narrar sus peores facetas. Están, sin embargo, ahí en Internet para cualquier observador. La tecnología del “infiel” le da a los mujahideen la posibilidad de reclutar en lugares tan lejanos e inusuales como Australia, aunque por suerte los expone también a los servicios de inteligencia occidentales.

Por todo esto, el Estado Islámico y su califato son amenazas que van en serio. Son por lejos la organización terrorista más numerosa y quizá la más fuerte del mundo. La respuesta occidental ha llegado tarde y con poco. Los partes de acción del Pentágono son o para reír o para llorar: un jeep destruido por aquí, una posición aislada eliminada por allá. Mientras tanto, el Estado Islámico masacra enemigos y civiles de hasta a 700 por vez, múltiples veces. Conquista ciudades enteras, lanza campañas genocidas, comete los peores abusos de derechos humanos jamás documentados y hasta roba aviones de combate y vehículos blindados abandonados por Siria e Iraq.

Normalmente se diría que el Estado Islámico no tiene futuro a largo plazo, pero es difícil decirlo con certeza. Occidente sigue peleando con poco entusiasmo; los actores regionales se muestran incapaces (Líbano, Jordania) o desinteresados (Turquía) en combatir esta entidad. Parece que el “Califato” se ha ganado un margen para subsistir.

He ahí el problema: cada día que pasa sin que los hechos demuestren que el Estado Islámico es insostenible y condenable, cada momento en que parezca sobrevivir a los embates de Occidente y sus aliados, le generará más y más reclutas. Es así como funciona el mecanismo del reclutamiento y la inspiración. Es de ahí de donde vienen los futuros “lone wolves”, o terroristas sin organización, como los que agredieron recientemente a las fuerzas armadas y el Parlamento de Canadá.

Vale la pena, a modo de conclusión, señalar que aunque el énfasis del Estado Islámico sea local o regional no significa que le falte interés en atacar fuera de fronteras, aún antes de ser bombardeado por Estados Unidos y otros países. Es cierto que sus proclamas globales convocan a que nuevos mujahideen viajen a su territorio como primera prioridad, pero también motivan a sus seguidores a cometer actos de terrorismo en su nombre. No hay que confundir una cronología simplificada (Occidente ataca, ocurren ataques terroristas) con una visión errónea del objeto en cuestión. Eso sería no entender el factor esencial de las ideologías, el colectivismo totalitario y otros males de grado estratégico que conforman el ADN de la violencia política contemporánea.

*Pablo Brum es analista en seguridad internacional.
Tiene una Maestría en Seguridad de la Universidad de Georgetown.

Publicado

2014-11-27

Edição

Seção

Política internacional