El impacto de las revoluciones árabes en la política exterior rusa. Parte II
Resumo
Las revoluciones árabes que agitan todavía las aguas desde el Magreb hasta los confines del Medio Oriente han dejado en evidencia complejas recomposiciones geopolíticas que han afectado las relaciones de fuerza existentes en la región entre potencias tradicionales y emergentes. En una entrega anterior en Letras Internacionales, exploramos el impacto que han tenido estas revoluciones en la reorientación de las relaciones económicas de Rusia con países emblemáticos de la región, tales como Egipto, Libia, Siria o Yemen. En esta entrega, examinaremos el impacto de estas revoluciones en la compleja recomposición de la política exterior rusa, especialmente a la luz de los últimos eventos en la región.
Como mencionamos anteriormente, las revoluciones árabes han sido la consecuencia de profundas transformaciones sociales que a lo largo de las dos últimas décadas, dejaron en evidencia el poder de atracción que ejerce Occidente y un modo de vida interconectado, global, en el sentido comunicativo estricto que le atribuye MacLuhan, en la estructuración de nuevas generaciones de ciudadanos árabes. La inadecuación de los regímenes autoritarios de distintos colores a estos cambios, y la incapacidad creciente de interpretar las demandas sociales existentes –libertad, bienestar, oportunidades-, resultaron en una inestabilidad creciente en la región, que todavía no define sus contornos finales, ni deja en claro cuáles serán las fronteras concretas de estos cambios. La victoria casi asegurada de las fuerzas del CNT en Libia, la organización de una asamblea constituyente en Túnez, y la definición de elecciones en Egipto son, sin embargo, potentes señales de cambio que invitan a los aliados y socios de los antiguos regímenes a reexaminar estrategias, recursos e intereses en aras de recomponer nuevos vínculos.
Los intereses de Rusia han sufrido, indudablemente, el cariz y el desarrollo de estas transformaciones.
Esto se ha debido en parte a que importantes acuerdos comerciales y de cooperación en el área energética y de armamentos penden hoy de un hilo, con la llegada de nuevos gigantes económicos más cercanos geopolíticamente hablando, tales como Francia e Inglaterra. La cooperación entre Rusia y algunos países árabes emblemáticos fue, como vimos anteriormente, el resultado de un laborioso retorno del Kremlin a la región, luego de una década en que Moscú se retiró de áreas tradicionales de influencia soviética, sin obtener nada a cambio, lo que penalizó fuertemente la presencia internacional del nuevo Estado ruso.
Sin embargo, la evolución reciente de los asuntos de la región ha dejado en vilo a las autoridades del Kremlin, en la medida en que si bien no hay riesgos inmediatos de revisión de los acuerdos aquí mencionados, estos cambios geopolíticos ponen en jaque todo el desarrollo futuro de la presencia rusa en la región.
Este cambio se ha debido al apoyo irrestricto de Rusia a los antiguos dictadores con los cuales tenía acuerdos a muy largo plazo y perspectivas de inversiones por varias décadas. En el caso de Libia, por ejemplo, no solo estaban en juego la explotación de los importantes yacimientos gasíferos sino que también la construcción de líneas de tren entre Sirte y Trípoli, por el consorcio ruso RJD, que abrían perspectivas más que interesantes para una empresa poco competitiva y que penaba por abrir mercados extranjeros. La pérdida del mercado libio ha sido entonces importante para Rusia, en la medida en que le ha restado presencia en un puesto de avanzada en la región, cuando no tenía ni adversarios ni competidores.
La ausencia de perspectivas en África del Norte y el desarrollo mismo del apoyo occidental a las fuerzas revolucionarias, con una interpretación muy elástica del mandato que les fue atribuido por Naciones Unidas, ha llevado a que las autoridades del Kremlin se muestren mucho más intransigentes en relación a una posible intervención en Siria o en Irán.
Frente a las manifestaciones de las últimas semanas y a la violenta represión del régimen Al-Assad, la reacción de Rusia ha sido la de moderar el tenor del proyecto de resolución de Naciones Unidas en una primera etapa, para luego vetarla junto con el apoyo de China y la abstención embarazosa de Brasil. De manera análoga, toda iniciativa occidental en dirección de Teherán contaría con las mismas probabilidades de éxito y ya es de plano descartada por Estados Unidos y Europa. Así las cosas, este punto de inflexión no augura nada bueno para otras revoluciones más cercanas de la nueva área de influencia rusa, y es de esperar que las autoridades de Moscú manifiesten su apoyo a los regímenes Assad y Ahmadinejad de manera aún más explícita en los meses que vienen.
El repliegue de Rusia hacia su esfera natural de influencia ha sido otra consecuencia quizá menos visible de este proceso de reorganización política en el mundo árabe, lo que no deja de plantear una serie de interrogantes importantes a los países del Occidente industrializado.
Rusia ha decidido en los últimos meses reforzar su presencia en Asia Central, a través de la revitalización de su proyecto de Unión Euroasiática, que se extendería desde Bielorrusia hasta Tayikistán. El interés renovado en este proyecto ha sido ciertamente propiciado por el descalabro y la ausencia de leadership en la Unión Europea, que había surgido en las dos últimas décadas como un modelo alternativo a aquellos países que antiguamente habían sido parte de la URSS. Asimismo, el poder de atracción de China en los países de Asia central ha conducido a que el Kremlin, a través del MID, proponga lineamientos más agresivos en relación a cooperación e integración supranacional.
La consolidación de una nueva frontera árabe y el repliegue hacia su esfera de influencia tradicional, mas allá de la dimensión estrictamente reactiva que comportan, nos permiten comprender algunos lineamientos –así como algunas carencias- fundamentales de la política exterior rusa de esta década.
Dos interrogantes cardinales, que de hecho se retroalimentan, han definido el accionar de Rusia en el mundo durante los últimos 400 años y nos brindan un contexto operacional valioso para entender estas transformaciones. Por una parte, la doble pertenencia de Rusia al mundo europeo y asiático ha conducido a que Rusia experimente procesos de péndulo violentos, haciendo oscilar despotismos de tipo asiático con olas modernizadoras de corte liberal, procesos de cambio político que han acentuado cambios abruptos de política exterior como los que Rusia ha experimentado en los últimos veinte años. Otro interrogante, relativo a la dimensión territorial de Rusia, ha puesto el énfasis en la obsesión del encierro propiciada por las potencias occidentales al oeste, del gigante chino al este y de posibles emiratos islámicos al sur del territorio.
Esta percepción del entorno geopolítico ha sido una variable dura que ha alimentado el cuadro cognitivo de la política exterior rusa, y que ha servido de referencia frente a la inestabilidad exterior.
Oscilación y repliegue nos permiten entonces entender mejor el porqué de una reacción casi visceral de la política rusa en el Medio Oriente, ya que tanto en el frente Occidental como en el Oriental, existe un margen muy estrecho de cambio. Por un lado, se dibuja un límite de la influencia occidental en la frontera georgiana y en Ucrania; y en el oriente, Siberia aparece como una barrera natural a la influencia de Beijing.
Entre las consecuencias inmediatas de esta coyuntura podemos distinguir, por una parte, un endurecimiento de las márgenes operacionales de la política exterior rusa, tales como la política de reducción de armamentos en relación a EE.UU., la voluntad de llegar a acuerdos de buena vecindad con la UE, o la gestión de sus fronteras más australes. Es así como las declaraciones del presidente francés en Georgia, explícitamente críticas de la actitud del gigante ruso con este pequeño país del Cáucaso, han sido recibidas con una hostilidad inhabitual a lo que hubiesen sido considerados otrora como comentarios desacatados de un presidente francés en campaña electoral. Igualmente, Rusia ha reforzado su influencia en Ucrania a través de acuerdos de integración energética, alejando cada vez más la posibilidad de que este país considere viable su integración a la Unión Europea. Finalmente, la reacción frente a los eventos en Siria o Irán se inscribe en esta lógica de repliegue a principios de política exterior tradicional, destinados a mantener abiertos espacios de expansión de influencia rusa en Asia menor. Si Rusia debe perder su influencia en el norte de África, esta será aumentada en aquellas regiones en las cuales todavía puede aparecer como un aliado alternativo y útil, y donde puede usar de su influencia para ganar espacios de expresión. El giro efectuado por Rusia en los últimos años en dirección de Venezuela es sintomático de este cambio.
El impacto de los ejes tradicionales de la política exterior rusa se traduce, igualmente, y más allá del de confinamiento territorial, en el efecto de péndulo antes mencionado, que favorece una lectura más conservadora de las relaciones internacionales, y que es actualmente alimentada por el retorno del elemento más conservador de la dupla Putin-Medvedev al poder.
A pesar de que Rusia tabla hoy en día en el establecimiento de relaciones económicas modernas con el resto del mundo, es indudable que un modelo de desarrollo capitalista con fuerte intervención pública y un rol selectivo de la rule of law se perfila para los años que vienen. La partida de los elementos más liberales del gobierno -como el ministro de Finanzas Alexei Kudrin- y la frustración relativa en las negociaciones en vista de la adhesión a la OMC, podrían contribuir a una defensa más proactiva de los mercados remanentes de Rusia en el extranjero, así como un rol más voluntarista dentro de la emergente asociación de países del BRIC, confiriéndole a ésta una dimensión política que ha estado ausente por el momento.
No cabe duda que la nueva política exterior rusa será pensada y analizada a partir de este nuevo marco operacional; compete sin embargo a las autoridades del Kremlin no descuidar la capacidad de articular estrategias adaptativas de corto y mediano plazo, que sepan aprovechar las oportunidades que se presenten de las –probables- diferencias que surgirán en la relación de estos países con Europa y los EE.UU.
Es aquí donde los ejes de la política exterior rusa actual podrían generar efectos adversos, en la medida en que en un mundo que es - a pesar de todo- globalizado y transnacional, un razonamiento en términos nacionales, continentales o de placas tectónicas, podría no reflejar otras recomposiciones más sutiles y menos visibles, como en el caso de la primavera árabe.
*Doctor en Ciencia Política del Instituto de Estudios Políticos de Paris.
Master en Política Comparada en Sciences-Po Paris y
Master en Estudios Post-soviéticos del Programa IMARS (European University of Saint-Petersbourg/Berkeley).
Actualmente es maestro de conferencias de la
Universidad Americana-IES Paris y Sciences-Po Paris
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