La larga sombra de Chernóbyl (I)

Autores

  • Martín Peixoto

Resumo

Para empezar, unas precisiones. La decisión de ponerle fin a la energía nuclear en Alemania se tomó en el año 2000, cuando gobernaba una coalición de socialdemócratas y verdes liderada por Gerhard Schröder. La diferencia con la oposición de democristianos y liberales, que llegó al gobierno nueve años después, no giraba en torno a los fines sino a los tiempos. Ninguno de los partidos alemanes defendía la energía atómica como solución permanente. Incluso los partidarios de usarla se referían a ella como “tecnología puente” para pasar a nuevas formas de energía. La pregunta que atravesaba a todos los partidos sin excepción era cuándo se apagaría la última planta: en cinco, diez, quince, veinte o más años. Los verdes querían los plazos más cortos, los democristianos y liberales abogaban por los más largos.

El acuerdo que negoció el gobierno de Schröder con los operadores de las plantas, que cobró forma de ley en diciembre de 2001, consistió en que éstas se desconectarían definitivamente cuando completaran 32 años de vida activa. Dado que la planta más reciente había empezado a operar en 1989, en teoría el fin de la energía nuclear debía ocurrir en 2021. Pero el acuerdo incluía además una cláusula que fijaba la cantidad de energía restante que podía suministrar cada planta hasta el momento de su cierre (2623 teravatios-hora). Asimismo, los montos restantes podían ser traspasados de las plantas que dejaban de operar a otras activas. De modo que el plazo real podía extenderse bastante más allá de 2021. 

Como era de esperar, este acuerdo disgustó a tirios y troyanos. Los grupos ecologistas le echaron en cara al gobierno no haber mostrado más firmeza frente a los empresarios de la energía nuclear. Un informe de Greenpeace referido al tema llevaba por título “El fin de la era nuclear se revela como una gran mentira”. Según los ecologistas, bastaba que las empresas del sector redujeran el suministro de energía para que las plantas operaran indefinidamente.

De parte de la oposición democristiana y liberal se esgrimieron argumentos que iban en la dirección contraria. Apearse de la energía atómica en plazos tan estrechos generaría problemas muy graves. La energía renovable -por lo menos en un futuro mediano- no iba a alcanzar para cubrir las necesidades de un país altamente industrializado como Alemania, y con una población de más de 80 millones de habitantes. Para compensar esa carencia se tendría que recurrir a fuentes de energía fósiles -carbón y gas natural- y, encima, a comprarle energía a los países vecinos, en parte de procedencia nuclear. Con ello se lograría el efecto contrario al esperado por los ecologistas. La plantas atómicas alemanas eran de superior calidad y más seguras que las de los países vecinos; era absurdo desconectar las propias para hacer trabajar las ajenas con mayores riesgos. Además, la energía atómica era más limpia que la energía fósil dado que no emitía dióxido de carbono, el gas que se identifica como el principal causante del calentamiento global. Por último, la transformación de las redes eléctricas para adaptarlas a las energías renovables podía provocar apagones serios como los sufridos por EEUU, Italia y Suecia en 2003. Por todas estas razones, tanto democristianos como liberales anunciaron que, cuando llegaran al gobierno, anularían la ley.

En 2005 asumió el gobierno una coalición de la democracia cristiana y la socialdemocracia -la gran coalición, llamada así por esta conformada por los dos partidos más grandes-, liderada por Ángela Merkel. En el acuerdo de gobierno figuraba que la ley de 2001 permanecería intocada (la democracia cristiana se vio obligada a hacer esta concesión), y se seguiría con el plan fijado por el gobierno de Schröder. Pero el clima fue cambiando y, al término de la legislatura, incluso sectores de la socialdemocracia comenzaron a discutir la necesidad de extender los plazos más allá de las fechas establecidas.

Finalmente, la coalición de democristianos y liberales que asumió en 2009, también liderada por Ángela Merkel, cumplió su palabra. En septiembre de 2010, el gobierno decidió extender los plazos y concederles 8 años más de existencia a las plantas que empezaron a operar antes de 1981, y 14 años a las que se pusieron en marcha después de esa fecha. También se elevó la cantidad de energía restante a suministrar por cada planta. De acuerdo a la prórroga, las plantas habrían dejado de funcionar sucesivamente entre 2010 y 2022. Pero, considerando la energía restante, los cierres debían ocurrir en realidad entre 2019 y 2036.

La decisión del gobierno generó reacciones vehementes. Estas fueron desde protestas callejeras, demandas judiciales hechas por habitantes de las zonas aledañas a las plantas, y demandas ante la Unión Europea por parte de empresas de energía renovable que se sintieron perjudicadas por la competencia de las plantas atómicas, hasta una demanda constitucional presentada por la socialdemocracia contra el gobierno por no haber implicado en la sanción legislativa al Bundesrat, la cámara donde están representados los estados federales. 

El repentino cambio de dirección del gobierno ocurrido esta primavera, que tan honda impresión causó tanto dentro como fuera de Alemania, dirigido a acortar los plazos y a cerrar preventivamente varias plantas por razones de seguridad, no fue algo caído del cielo, sin antecedentes previos, sino una rectificación de la corrección de rumbo en un país donde el consenso es ampliamente favorable a renunciar a la energía nuclear. El tema es tratar de entender a qué se debió ese giro copernicano, y ver cómo se procedió.

El punto de inflexión fue la catástrofe de Fukushima. El accidente de la central nuclear, provocado por un terremoto y un tsunami, demostró que la seguridad de las plantas era una ilusión. Las plantas japonesas no son mucho peores que las alemanas, y las consecuencias, también en términos de costos, inconmensurables. Asesores del gobierno alemán calcularon que si las empresas operadoras de las plantas pagaran pólizas de seguro para cubrir los daños producidos por una catástrofe de máximas proporciones, como las de Japón y Ucrania, la energía atómica no podría competir contra otras fuentes de energía. Así desaparecería uno de los principales argumentos en su favor. A ello se suma que aún no se encontraron soluciones satisfactorias para guardar residuos que siguen emitiendo radiaciones durante varios cientos de años.

El gobierno pareció entrar en un activismo que se condecía con los temores de la población, pero que guardaba poca correspondencia con las razones que había esgrimido, apenas un año antes, para prolongar el uso de la energía nuclear. Lo primero que hizo fue fijar una moratoria para las 7 plantas más viejas, que dejaron de funcionar por tres meses. Luego creó una comisión ética, conformada por múltiples personalidades académicas y religiosas, y miembros de todos los partidos políticos, encargada de fijar un plan de conversión de la energía que contemplara aspectos múltiples (ya ampliamente estudiados, cabe añadir), como la viabilidad de la energía renovable, los costos, las implicaciones sobre el medio ambiente, etcétera, e hiciera recomendaciones sobre los plazos y el orden en que debían cerrarse las plantas nucleares. Basándose en estas recomendaciones, el gobierno decidió cerrar definitivamente seis de las siete plantas nucleares contempladas en la moratoria, y dejar durante dos años una en reserva en el sur de Alemania en condiciones de volver a usarse. Seis más permanecerían en funcionamiento hasta 2021, y las tres restantes hasta 2022. La energía restante no alteraría estas fechas. 

La sustitución de energía se haría utilizando fuentes renovables (sobre todo energía eólica y, en menor grado, solar), combinadas con carbón y gas natural para compensar los picos bajos de las anteriores. Todo esto iría acompañado de la instalación de nuevas redes eléctricas, nuevas usinas termoeléctricas y modernos sistemas de almacenamiento, y también de ambiciosos programas de reciclaje edilicio y mejoramiento de electrodomésticos para abaratar el uso de la energía doméstica. 


*Sociólogo político. Graduado en la Universidad Libre de Berlín. 

Publicado

2011-07-28

Edição

Seção

Política internacional